
¡A veces somos tremendamente exigentes! Reclamos justicia y con rapidez. Incluso exigimos de Dios que ejecute su justicia: que castigue al pecador, que destruya al injusto. Y nos cuesta comprender que Dios es siempre el Dios de «la nueva oportunidad». Siempre espera que el pecador se convierta, que vuelva la oveja al redil. Porque el amor de Dios es desbordante.
En la primera lectura de hoy nos encontramos una escena de un contenido profundamente humano: Dios y su amigo Abrahán «echan un pulso». Narra el libro del Génesis que Dios, cansado de los pecados de Sodoma y Gomorra decide castigarlos ejemplarmente, los va a destruir con fuego y azufre para castigar su vida depravada. Pero Abrahán, amigo de Dios, intercede por ellos. Le pide una nueva oportunidad para aquellos convecinos. Y comienza un diálogo curioso: Abrahán arranca a Dios el perdón, reclamando justicia para los posibles justos que haya allí… Y ¿si hay treinta justos? y ¿si sólo son veinte? y ¿si acaso sólo son diez los justos? Dios está dispuesto al perdón, por un solo justo que se manifestara como tal.
Hay hoy en nuestro ambiente muchos signos de Sodoma y Gomorra: la droga que destruye a la juventud; el sexo fácil que comercializa sentimientos humanos; el hambre vergonzosa de tanto parado; la industria de armamento que permite con hipócrita indignación las guerras ocultas en las naciones africanas; la misma corrupción política… Y a veces la indignación nos hace reclamar «justicia»: querríamos que Dios diese un signo espectacular de poder, un castigo ejemplar.
Y no nos damos cuenta que Dios está continuamente haciendo un milagro patente: como dice el apóstol Pablo en la carta a los Colosenses, «Dios nos dio vida en Cristo perdonándonos todos los pecados». Y este es el gran signo del poder de Dios: el ofrecimiento continuo de perdón como el mejor fruto de su amor desbordante al hombre.
En el Evangelio de hoy, Jesús después de enseñarnos y rezar con nosotros el Padrenuestro, nos deja una consigna: «pedid y se os dará». Ante el espectáculo del mundo, el cristiano pide a Dios por la conversión del pecador, por un mundo más justo y humano, por una sociedad donde brillen los frutos de la resurrección.
Hoy, nosotros como en otro tiempo Abrahán, tenemos que «echarle un pulso a Dios» y arrancarle su misericordia, tenemos que resaltar la grandeza del justo ante el espectáculo vergonzante del pecador.
Por Alfonso Crespo Hidalgo