
En la mañana del domingo de Pascua, con el eco aún de la Pasión, María Magdalena sale presurosa al sepulcro para ungir el cuerpo de su Maestro y Señor. Al ver el sudario y las vendas gritará despavorida: ¡Se han llevado del sepulcro al Señor! La mujer, ansiosa, se encuentra a un aparente hortelano y le pregunta: ¿Lo has robado tú?, ¿dónde lo has puesto? Pero, al oír su nombre en boca de aquel hombre: ¡María!, ella, alborozada, gritará: ¡Maestro! El timbre de voz le identifica y se produce el reencuentro de Jesús con aquella mujer pecadora, a la que restituyó a la dignidad de persona al sentirse perdonada y amada con limpieza, sin pedir nada a cambio.
Hoy también nosotros corremos al sepulcro. Y le encontramos vacío y el ángel de la fe nos susurra: Dios no está aquí. Y estallamos de gozo y hacemos fiesta: el Señor, que enterramos con nuestro pecado, el Dios de amor le ha resucitado. El sepulcro no es ya la última morada sino una posada de paso, no es la cárcel de la esperanza porque el Hijo de Dios ha roto sus cadenas. Hoy es fiesta, hoy es “la Fiesta de las fiestas” porque el Señor ha resucitado. Así se llama a la Pascua en una antigua liturgia oriental: “Fiesta de las fiestas”, porque sólo en ella se puede fundar cualquier alegría verdadera. Si Cristo no hubiese resucitado, la muerte seguiría teniendo la última palabra sobre la vida; y nuestras fiestas terminarían tarde o temprano en el sabor amargo de una muerte que está siempre ahí, acechando en la sombra del tiempo, amenazándolo todo con las horas contadas. .
La Pascua de Resurrección es el mayor grito de amor de Dios a los hombres: es la alegría inmensa de descubrir y experimentar el perdón insondable, incondicional y eterno de Dios, que nos libera del poder de la muerte. La muerte es el único poder con el que no puede ni el dinero ni la astucia humana: sólo el infinito amor de Dios ha vencido a la muerte. Y el peor pecado es precisamente no aceptar, no confiar ni creer en la Resurrección de Cristo. La Resurrección es la mayor noticia que ha recibido el género humano.
Desde la Resurrección de Cristo vivimos en la esperanza de una vida eterna anunciada para todos. Por eso, nadie ha de ser excluido de esta fiesta de Pascua. A todos: creyentes fervientes y hombres mediocres, a los santos y los pecadores, y a ti, hombre y mujer de buena voluntad, se nos invita a la fiesta de la Pascua. Ésta es la fiesta que nos revela la verdad última de todo, el misterio profundo de la existencia, el milagro de una vida eterna que nos espera a cada ser y cada cosa. No hay soledad. No hay vacío ni caos al final, porque como dice el apóstol Pablo: “¡Nada nos separará del amor de Dios!”. Ni muerte ni vida.
Pascua es una invitación a vivir “en estado de fiesta permanente”, aún en medio de los combates de la vida cotidiana. Felicitémonos, hermanos: ¡Felices Pascuas! Hoy, más que nunca, hay motivos para la alegría, que es el primer fruto de la Pascua.