
Con frecuencia pecamos de soberbios: creemos ser tan inteligentes que queremos palpar el misterio de Dios y encerrarlo en el cuenco de nuestras manos. El hombre ya desde el primer momento de la creación quiso ser «como Dios». Pero somos criaturas. Y ello significa limitación, aceptar que hay algo o alguien que nos desborda y sobrepasa. Se requiere la humildad «del que sabe que no lo sabe todo».
En este filo difícil de la humildad inteligente es donde se instala los principios de la fe: creer es aceptar, en la limitación de mi inteligencia y en la generosidad de mi corazón, que hay «algo o Alguien» que me sobrepasa.
Pero los cristianos somos un pueblo privilegiado: nuestra fe no se queda en el duro trabajo de querer desentrañar algo del misterio, querer conocer desde mi limitación lo que me sobrepasa. Para el cristiano, es el misterio el que se acerca a él y se le hace familiar. Ese algo que intuimos desde nuestra débil razón, se nos convierte en Alguien luminoso y arcano, grandioso y tiernamente cercano: para el cristiano, el misterio se acerca en la persona de Jesucristo y se nos ofrece como un don gratuito de Dios Padre, no como una conquista personal de mi razón y mi esfuerzo. Dios nos tiende el puente de la fe para llegar a él: al don de Dios, el creyente responde con el obsequio de su fe.
Dios continuamente se ha acercado al hombre, desde la revelación de todos los tiempos, a través de la naturaleza de la creación, del sentido de la historia, de la gran revelación al pueblo de Israel. Pero este Dios, a veces lejano y abstracto, se ha acercado de forma definitiva a nosotros en Jesús de Nazaret. El Espíritu ilumina nuestra fe para hacerla cristiana al reconocer en aquél hombre que nació en Belén al Salvador del mundo.
El Evangelio de hoy nos narra el episodio entrañable en el que Pedro quiere caminar sobre las olas para acercarse a Jesús. Pero duda y se hunde. La mano del Maestro le rescatará. Esta escena es un canto a la fe. La fe no significa seguridad, en la fe hay más de amor que de razones frías. Y donde hay amor hay que aquilatar la fidelidad, superando las propias dudas. El amor es conquista diaria, y no basta que ayer te amara más si hoy no intensifico mi amor.
No hay fe sin dudas. La duda no es pecado, es sólo un acompañante natural de la fe: aún más las dudas hacen la fe más luminosa y exigente, siempre que el creyente responda a la duda con la defensa del don de la fe. Creer no es pisar tierra firme sino caminar sobre las olas… y ello sólo es posible si descubro que es Jesús quien sostiene mi mano y me susurra: ¡No tengas miedo!