
Nuestra vida humana está poblada de presencias, unas visibles y otras invisibles; algunas cercanas y otras virtuales. A veces, la presencia toma la forma de ausencia añorada, a veces de recuerdo vivo.
Una manera singular de presencia, la más misteriosa y honda, es la que descubrimos en el fondo de nuestro ser: la presencia cariñosa de Dios que nos habla al oído del corazón. El corazón del hombre creyente es el mejor «sagrario» donde Dios habita, si le abrimos la puerta. Dios, está presente en nosotros de un modo sustancial y a la vez consciente, a través de un sentimiento inefable que nos inspira confianza, fe, cobijo y acogida entrañable, esperanza, ternura y amor.
Pero, la presencia de Dios en nuestra vida histórica ha tomado cuerpo real, palpable y tangible en Jesucristo; Dios se ha encarnado en el ámbito espacial y temporal de una Persona concreta, nacida en un tiempo y lugar determinados: Jesús de Nazaret.
Revelado como Mesías, Cristo compartió con su presencia histórica nuestra vida durante treinta y tres años. Y volvió de nuevo junto al Padre, el día de la Ascensión. Pero su presencia entre nosotros cautivó el amor de Dios y su enviado Jesucristo. Y entonces el amor se desborda: Cristo vuelve al Padre, pero quiere quedarse de forma tangible en medio de nosotros y surge el milagro, un milagro que es una «locura de amor».
Cristo, que sabe llegado el final de su vida, se encuentra en la tarde del Jueves Santo atado por unas cadenas diferentes y más fuertes que las que horas después arrojarían sobre él los soldados romanos. Son las cadenas del amor a su madre, a sus amigos, a sus discípulos, a cada hombre y cada mujer: a todos aquellos por los que va a derramar su sangre. Atado como estaba, y Dios como era, realizó el milagro: quedarse en el pan y en el vino, en la sencillez de algo cotidiano y asequible. Esto es la Eucaristía, una locura de amor de un Dios que quedó apresado por el cariño que sintió por los hombres.
Este sentimiento forzó a Jesucristo a quedarse realmente presente entre nosotros en la Eucaristía, convertida en «un bien de primera necesidad» para el creyente. El amor se convierte en banquete, porque el amor reclama la presencia de la persona amada. La Eucaristía en un banquete de amor donde el mismo Cristo es el manjar, un alimento que sacamos en procesión, ofreciéndolo a todos los que quieran sentarse a la mesa.
Lástima que los amigos, dos mil años después, aún no nos hayamos enterado del todo de esta pasión, locura de amor de Dios por los hombres y nos excusemos a asistir a esta fiesta.