El ser humano no es un ser solitario. El hombre y la mujer son constitutivamente seres solidarios: nadie está aislado, ni ante Dios ni ante la humanidad. Nadie, aunque se empeñe con tozudez, es un solitario que no tiene nada que ver con quienes les rodean. En la Biblia, tanto el pecado como la salvación tienen una dimensión social. El hombre tiene un destino común y así, la acción mala perjudica a todo el pueblo y la acción buena beneficia a todos.
Es el profeta Isaías quien penetra en uno de los rincones más misteriosos del corazón humano y señala la función solidaria del justo a través de su sufrimiento: los justos que lloran por la destrucción de Jerusalén, la ciudad santa, se alegrarán también con su reconstrucción, «cuando Dios coja a su pueblo como una madre a su hijo y le acaricie sentado en sus rodillas». El fruto de esta cercanía de Dios a su pueblo será la paz, que atravesará la ciudad como un torrente que hace florecer la riqueza.
Jerusalén es también una imagen de la Iglesia de hoy, que es como madre tierna y abnegada con todos sus hijos y nos revela el cariño y amor de Dios. Es este clima de familiaridad el que engendra la paz que ensancha nuestros corazones.
Pablo dice a los gálatas que a todos, sin rasgos de raza o nación, nos ha liberado Jesús de la soledad y el aislamiento voluntario. A todos quiere transformarnos si le dejamos espacio en nuestros corazones repletos casi siempre de aspiraciones egoístas y en el fondo nada gratificantes, pues en cuanto esas aspiraciones se cumplen, volvemos al vacío y a la insatisfacción. Si nos vaciamos de esos falsos deseos, Jesús entra en nuestros corazones con dos dones preciosos: la paz y la misericordia, colmándonos de plenitud, alegría y esperanza.
Para extender este hermoso mensaje, Jesús busca colaborados: elige a otros setenta y dos discípulos, a los que suma a los doce apóstoles. Y los envía, de dos en dos, rompiendo cualquier soledad. Y les encomienda un mensaje cagado de esperanza pero no libre de sufrimientos: serán incomprendidos y hasta perseguidos. Pero la mano poderosa de Dios le librará de cualquier peligro, hasta de la mordedura del escorpión. Si cumplen su labor, su nombre será inscrito en el cielo.
El primer fruto de la Resurrección del Señor fue una intensa alegría de los discípulos. Alegría que transformó en una paz interior los desasosiegos de la duda y el desánimo. Es bueno detenernos, cerrar los ojos y hablar con el Señor: qué él hable dentro de nosotros y nos haga vivir en la profundidad de las cosas, en el continuo esfuerzo por buscarle en el silencio de su misterio. Y nos inundará la paz de saber que la salvación está cerca; y esto nos empuja a anunciar que el Reino de Dios ya está en medio de nosotros.
Alfonso Crespo Hidalgo