
Los que se dejan llevar por el Espíritu, son hijos de Dios, sentencia el apóstol Pablo.
Hoy celebramos la fiesta solemne de Pentecostés, que cierra este sagrado tiempo de cincuenta días que discurre desde la Fiesta de Pascua. Pentecostés, es la fiesta que celebra el don del Espíritu Santo a los Apóstoles, los orígenes de la Iglesia y el comienzo de su misión a todas las lenguas, pueblos y naciones.
Dice el evangelista Juan que estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas, por miedo a los judíos, pero que la presencia del Resucitado rompió las cadenas de su miedo, los llenó de una profunda alegría y convirtió en misioneros audaces a los que hasta hace poco eran medrosos refugiados. Es la fuerza del Espíritu, ya presente en la creación primera como aliento divino, y que renueva la faz de la tierra y convierte el corazón del hombre en un corazón joven y arriesgado.
Pentecostés es la fiesta de la fuerza que viene de lo alto. En Pentecostés, la fuerza del Resucitado se convierte en aliento misionero: Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Recibid el Espíritu Santo, exclamará Jesús antes de partir para el Padre. Por ello, como ya precisó Pablo VI no habrá nueva evangelización posible sin la acción del Espíritu Santo.
Dejarse llevar por el Espíritu: este es el secreto del seguimiento de Cristo. Pablo lo indica con palabras concretas: Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios. Y el Espíritu es fuente de frutos abundantes en el corazón de quien se deja guiar por él. San Pablo hace una lista para la comunidad de los Gálatas: amor, alegría, paz, comprensión, servicio, bondad, lealtad, amabilidad, dominio de sí.
Y como en todos los momentos importantes de la vida del Hijo, la presencia de la Madre, ella que concibió a su Hijo antes en su corazón que en su vientre, como diría san Agustín, fue la primera discípula: estaban reunidos con María, la Madre del Señor, precisa el Evangelio. Ella, mujer dócil al Espíritu, es también la Señora de Pentecostés: cobijó bajo su manto maternal los primeros miedos de una Iglesia todavía joven y alentó los primeros pasos misioneros de una «Iglesia en salida», robustecida por la fuerza impetuosa del Espíritu.
Alfonso Crespo Hidalgo