
El hombre moderno es un gigante con pies de barro. Si su vida se cotizara en bolsa, esta andaría en continuos sobresaltos. ¿Qué precio le hemos puesto a la vida? ¿No contamos los muertos con la frialdad del tendero?
Parece como si la vida de los hombres estuviese siempre amenazada y no parece fácil vivir con serenidad los sucesos de cada día, las experiencias dolorosas del destino, los fracasos y las incertidumbres de la vida. La vida siempre nos aprieta.
Aunque vivimos en una época de avances tecnológicos insospechados sólo hace unos años, todos sabemos que nos movemos en una ignorancia existencial profunda. No sabemos qué es lo esencial y qué es lo menos importante. Dudamos a veces de dónde venimos y qué será de nosotros mañana. Anhelamos algo grande y cuando lo tenemos ante nosotros, no sabemos reconocerlo y se nos desvanece como un puñado de agua.
Andamos a tientas, y no precisamente por nuestra maldad sino por nuestra pequeñez. Somos como niños perdidos en un mundo difícil que creemos dominar pero que nos desborda con su misterio. No nos entendemos a nosotros mismos. Corremos tras la felicidad sin poder atraparla de manera definitiva. Nos cansamos buscando seguridad, pero nuestro corazón sigue inquieto y aturdido.
Tal vez, no hemos intuido todavía que la verdadera serenidad nos envuelve cuando aceptamos humildemente nuestra pequeñez y nos dejamos guiar por Dios. Hemos olvidado demasiado que tenemos un Buen Pastor que conoce hasta el fondo nuestras existencias y nos conduce a nuestro verdadero destino, con una firme dulzura.
Nuestra serenidad sólo es posible cuando comenzamos a pensar y vivir desde Dios. Entonces todo cobra nueva luz: hay muchas cosas importantes pero pocas esenciales. Todo se comprende de otra manera: lo que verdaderamente importa es descubrir a mi lado ese Dios en cuyas manos estamos y cuya vida sostiene la nuestra. Lo esencial es mirar el rostro apacible de ese Buen Pastor que nos guía hacia el amor infinito y cargado de eternidad del Padre.
No somos vagabundos: todo tiene salida y destino. No estamos abandonados, somos hijos de la esperanza. Y para darnos una lección de cercanía, el Maestro nos deja la bella parábola del Buen Pastor. Nos dice, con voz confidente: vosotros, sois mi rebaño; certifica, con autoridad: Yo soy el Buen Pastor; y nos muestra la medida de su amor: el Buen Pastor da la vida por su rebaño.
Caminamos bajo la guía serena del verdadero Pastor, Jesucristo el Señor. Y no hay nada ni nadie que tenga poder para arrebatarnos de su rebaño. Pero nadie ha perdido su libertad: sólo nosotros podemos alejarnos de él.