
El Sábado Santo detiene sus horas, para no vivirlas. No se puede soportar tanta soledad. Por ello, concentra toda su mirada en la noche. Noche de Pascua. Y estalla en un grito, como una alerta en la vigilia de la noche: ¡Aleluya, ha resucitado el Señor! Y el anuncio va de corazón a corazón, que como torres vigías han aguardado la aurora del día de Pascua.
¡Aleluya! Este es el grito que rompió el velo de las tinieblas para que la luz brotase a borbotones en la noche de la Pascua.
Aleluya, grito de sorpresa: la Vida ha vencido a la muerte, y se pasea entre cánticos armónico de gozo.
Aleluya, grito de alegría: el vacío del sepulcro es el signo luminoso de su presencia: ¡Ha resucitado! Y la alegría se extiende como dulce bálsamo.
Aleluya, grito de esperanza: el dolor ya no es la herida antesala de la muerte, es sólo un paso momentáneo al encuentro jubiloso con Dios.
Aleluya, grito de amor: el silencio del desamor humano ha saltado en pedazos ante el grito de amor del Padre por su Hijo: Dios ha resucitado a Jesús.
Aleluya, es el grito… Aleluya, es nuestro grito… Porque yo participo de este gozo: ¡Resucitó por mí, porque murió por mí!
Y ahora caminamos con la frente alta: somos un pueblo redimido y salvado. No tenemos que esconder nuestro rostro ante la culpa que suponía haber entregado a la muerte al mejor de los mortales, Hijo de Dios. Dios, el Señor de la vida, ha resucitado a su Hijo y nos lo entrega de nuevo como Hermano.
Aleluya es el grito, que oiremos en las fiestas de la Pascua hasta el día también grandioso de Pentecostés, cuando el Resucitado conviene que se marche para que venga el Espíritu, que nos lo mostrará todo y nos adentrará en la alegría de la Iglesia que nos conduce al Reino.
Cuarenta días, medidos con el egoísmo del pecado y la humanidad caída, duró nuestra Cuaresma de dolor, arrepentimiento y austeridad… Cuarenta días medidos con el tiempo de la eternidad de la Resurrección durará este tiempo de Pascua para gritar desde una fe viva:
Pero, el Resucitado no es un fantasma. Cristo Resucitado se hace más cercano aún al hombre: junto al mar, parece un ribereño; en el huerto del sepulcro, un hortelano; en el camino de Emaús, un viajero solitario. El Resucitado, que un día compartió la historia humana en el cuerpo frágil de Jesús de Nazaret, sigue vivo y encarnado entre nosotros y podemos aún reconocerlo también en la humanidad del pobre y desvalido, y le reconoceremos cada día “al partir el Pan”.