El Viernes Santo se reviste de silencio. Cada primavera, cuando ya el azahar nos trae olores nuevos, nuestra ciudad y nuestros pueblos se vuelven inquietos con la preparación de la Semana Santa, que luego vive con intensidad en los días primeros de la semana. Pero, el viernes enmudece el silencio de la noche para acompañar la muerte del Hijo de Dios. Leemos la Pasión con solemnidad, y quedamos mudos de estupor ante la historia más grande de amor.
La piedad popular y la fe sencilla de nuestro pueblo, quiso expresar su agradecimiento a esta muerte de amor, muerte redentora de Jesús, sacando a hombros, como victorioso, a Aquel que nos había salvado. Y paseamos a Cristo en la Cena con los apóstoles; en el profundo grito de dolor del Huerto de los Olivos; ante Pilatos, Cautivo; con la Cruz a cuestas o Caído bajo el peso de nuestros pecados. Cristo doloroso, que llegará a la cumbre del Calvario, y se paseará como rey crucificado con corona de espinas. Cristo al que contemplamos hoy, entre llanto y emoción contenida, yacente, muerto, en un Entierro Santo.
Y el perdón y la culpa que arrastra nuestro pecado quedan desnudos ante la contemplación del ajusticiado: soy pecador, y por mí murió Cristo. ¿Qué otro sentido tiene si no el ir de penitente que el de querer aliviar con nuestro arrepentimiento el dolor de Jesús clavado en la cruz?
Y la piedad popular ha sabido unir al dolor del Hijo, el inmenso dolor de la Madre: Y María, acompañará silenciosa, como penitente voluntaria desde un corazón inmaculado y sin pecado, el paseo del Hijo por nuestras calles. Es la Virgen, como Madre del Amor, de los Dolores, de la Soledad en la oscura noche del sepulcro. Es la Madre que le sigue en el camino de la Amargura, buscando con sus ojos los ojos de condenado, y llevando en su corazón, como primera cirinea el inmenso dolor del Hijo.
Pero esta Semana Santa, es precisamente «Santa» porque tanto dolor y muerte serán transformados en vida, en eclosión de vida, en ese día luminoso, el mayor de los días para el cristiano, que es la Pascua de Resurrección. Y entonces, María de la Soledad será también la Señora de la Esperanza, del Rocío y de la Alegría en la mañana de la Resurrección.
No hay Viernes Santo si no le siguiese Vigila de Resurrección. No celebramos la muerte, sino que anunciamos, vigilando el sepulcro, que la piedra será corrida y Cristo ha vencido a la muerte.
La muerte redentora del Salvador tiene un saldo de vida eterna para toda la humanidad. “¡Oh, feliz Viernes Santo, ¡que ya nos anuncias la alegría definitiva de la Pascua!”.