“¡Este es mi Hijo amado, escuchadle!”. Dios nos presenta a su Hijo en la majestad de aquel monte y nos invita a escuchar sus palabras.
Sin embargo, hoy, parece que los hombres ya no tenemos tiempo para escuchar. Nos resulta difícil acercarnos en silencio, con calma y sin prejuicios al corazón del otro para escuchar el mensaje que todo hombre nos puede comunicar. Encerrados en nuestros propios problemas, pasamos junto a las personas, sin apenas detenernos a escuchar realmente a nadie.
En este contexto, tampoco resulta extraño que a los cristianos se nos haya olvidado que ser creyente es vivir escuchando a Jesús. Solamente desde esa escucha cobra su verdadero sentido y originalidad la vida cristiana. Más aún. Sólo desde la escucha nace la verdadera fe.
La experiencia de escuchar a Jesús pude ser desconcertante. Podemos descubrirlo como alguien distinto al que esperábamos o habíamos imaginado. Incluso, puede suceder que, en un primer momento, decepcione nuestras pretensiones o expectativas.
La persona de Jesús, siempre nos sobrepasa… No encaja en nuestros esquemas normales. Sentimos que nos arranca de nuestras falsas seguridades e intuimos que nos conduce hacia la verdad última de la vida. Una verdad que no queremos aceptar. Encontrarse con Jesús es descubrir, por fin, a alguien que dice la verdad. Alguien que sabe por qué vivir y por qué morir. Más aún. Alguien que es la Verdad.
Cuando le contemplamos, se empieza a iluminar nuestra vida con una luz nueva. Desde Él, comenzamos a descubrir cuál es la manera más humana de enfrentarse a los problemas de la vida y al misterio de la muerte. Nos damos cuenta dónde están las grandes equivocaciones y errores de nuestro vivir diario. Pero esta sensación no nos lanza a la soledad de lo imposible. Sino que nos inunda de alegría, porque descubrimos que ya no estamos solos. Alguien cercano y único nos libera del desaliento, el desgaste, la desconfianza o la huida. El Maestro y Señor, nos muestra un Dios que se manifiesta como Padre, a pesar de nuestro pecado.
Pero esta experiencia de contemplación de un rostro amigo que rompe mi soledad, sólo es posible si obedecemos la consigna de Dios, a modo de invitación dirigida a los discípulos en la montaña de la transfiguración: “¡Este es mi Hijo amado, escuchadle!”
Una peña flamenca de nuestra ciudad tiene como lema «Escuchar es un arte». Quizás tengamos que empezar por elevar desde el fondo de nuestro corazón una súplica para aprender este arte: Oh, Dios, ¡dame un corazón abierto a la escucha!