
Los hombres de nuestro mundo vivimos siempre con la mirada puesta en el futuro, con expectativas de una o de otra clase: triunfar en los negocios, tener en el amor, popularidad y reconocimiento, alcanzar poder o dinero… Incluso a veces, simplemente sobrevivir. Expectativas y esperas que son deseos o temores: el cambio social, político o económico, la paz, la prosperidad, la salud, la suerte… Pero estas expectativas, lejos de tranquilizar, con frecuencia inquietan, pues nadie garantiza el logro de ese futuro deseado o aleja el peligro temido.
El cristiano, fundamentado en su fe, no espera simples acontecimientos o cambios, sino que espera en Aquél a quien ama y por quien se siente profundamente amado. Por eso el futuro para él no es simple espera sino «esperanza confiada y serena». Como ser humano, el cristiano también vive las expectativas terrestres, pero es la esperanza cristiana la que presta a aquellas un sentido y un contenido, para que no degeneren en inquietud angustiosa.
Sin embargo, nosotros los cristianos -ajetreados por las inquietudes y preocupaciones que agitan a los demás humanos- no siempre sabemos mostrar ante el mundo la razón de nuestra esperanza, con lo que privamos a los hombres de la orientación que precisan y que muchos secretamente anhelan. No esperamos los cristianos en un Dios que está allá arriba limpio y lejano de la dura tarea de los hombres; sino que rezamos a un Dios que actúa en lo profundo de la vida de cada uno, en el aquí y ahora de cada día, moviendo la historia hacia una meta que sería imposible sin El.
Dios, revelado por Jesucristo como Padre de misericordia, ha querido crear para nosotros un cielo nuevo y una tierra nueva, que alienta nuestro caminar hacia la patria definitiva. Así las durezas del camino se convierte en más leves por la alegría de la meta prometida. Mientras recorremos la vida, muchas veces gritamos con el salmo de hoy: Desde lo hondo a ti grito, Señor… escucha mi oración. Y Jesús, el Señor, como Maestro de la vida nos brinda una frase de aliento: Ni un cabello de vuestra cabeza perecerá: con vuestra perseverancia os salvaréis. Mientras caminamos y perseveramos en la vida, el motivo de nuestra esperanza es reconocer el señorío de Dios que sale al encuentro de nuestra debilidad.
Jesús murió y resucitó. Y cuando volvía a la casa del Padre prometió a sus discípulos, y a nosotros que ahora lo somos: Vuelvo a la casa de mi Padre… allí hay muchas estancias… y donde yo estoy, allí estaréis también vosotros.
No caminamos hacia la nada y el olvido. Peregrinamos hacia una meta y un encuentro con alguien, Jesús resucitado, que es nuestro gran valedor.