Este es el consejo que Pablo le da a Timoteo, un converso joven que ha sido consagrado presbítero por el apóstol y lo ha puesto al frente de una comunidad: «No tengas miedo a dar la cara por nuestro Señor», le exhorta Pablo. Y los tiempos que corrían entonces eran difíciles. Dar la cara por el Señor podría suponer, supuso de hecho para muchos, dar la propia vida en martirio.
La petición que hoy centra el evangelio de San Lucas, «Señor auméntanos la fe», es la condición para poder dar la cara por el Señor. Damos la cara por alguien cuando nos fiamos de él. Y sólo quien vive en la fe y vive de la fe tiene la valentía suficiente para dar la cara por el Señor.
No es esta una recomendación superflua hoy día. A los cristianos de hoy nos falta valentía para dar la cara por el Señor en quien creemos. Para testimoniar públicamente «soy creyente»; para proclamar que Jesús es el único Señor, y su Evangelio el estilo de vida que quiero seguir.
Vivimos los cristianos de hoy como aquellos de los primeros tiempos: en las catacumbas. Pero, lo que en los primeros tiempos era una necesidad para alimentar la fe que terminó en el martirio de muchos, hoy se puede convertir en una manera de «vivir cobardemente». Hemos metido la fe en la alacena de lo privado. Creemos que ser creyente es cosa de mi interior, de mi diálogo entre Dios y yo. Y nadie tiene que enterarse… Hemos confundido lo personal con lo privado y vivimos una doble vida: en privado me siento cristiano y en público vivo como si no lo fuera, o al menos no lo manifiesto.
Pero ¿acaso puede quedarse en lo privado un auténtico amor? ¿No necesita el enamorado gritar su amor a los cuatro vientos? La fe del cristiano es una cuestión de amor. Tener fe es manifestar que Jesús es el centro de nuestra vida, aceptarlo como Señor, y ello exige proclamarlo. Y sobre todo vivir a la altura del amor que de Él recibimos.
Si metemos la fe en el armario, si creemos que ser creyente es como hacerse un seguro de vida, lo hemos confundido todo. Ser creyente es ser ante todo alguien que ha descubierto a Jesucristo el Señor, por quien vale la pena dar la cara. Porque El la dio primero por nosotros hasta entregar la propia vida. Y lo expresó en uno de los epitafios más bellos: «nadie tiene más amor que el que da la vida por sus amigos».
Y Jesús, nos cuenta entre sus amigos.