Sabemos poco de este hombre del Evangelio de hoy. Pero tenemos su nombre y su estatura: se llama Zaqueo y era bajito. También nos dice el relato bíblico que no tenía buena fama: era rico y prestamista. Quizás era un hombre solo, o quizás sin nadie con quien compartir sus bienes.
Pero podemos añadir algo más: Zaqueo era curioso. Ve el remolino de gente en torno a alguien que habla y quiere verle. Hace el truco: se adelanta y se sube a un árbol. Cuando se acerca Jesús, Zaqueo mira con curiosidad. Pero es identificado por el Maestro, que le manda: «Zaqueo, baja, que hoy me alojaré en tu casa».
No nos dice el Evangelio como se le quedó la cara a aquel hombre bajito. Pero seguro que miraría con cierto orgullo hinchando el pecho y diría para sí: aquel al que todos queréis ver, yo hoy le alojo en mi casa.
Se disparan las envidias: «¿cómo come el Maestro con pecadores?». Pero Jesús de nuevo se afianza en su proyecto: «he venido a buscar a los que están perdidos». Y traspasa el dintel de la casa de Zaqueo, pero sobre todo se adentra en su corazón.
La soledad de aquel hombre quedo rota. Y se conmueve su vida ante la mirada de Jesús. Quizás hacía tiempo que nadie miraba a aquel hombre de baja estatura con una mirada de cariño. Acostumbrado a ser visto desde arriba y con desprecio, de pronto se siente contemplado cara a cara y con cariño.
Y se provoca el cambio. Queda desarmado en su egoísmo: se le abre el corazón y se le abre, también, lo que había sido su afán, la bolsa del dinero. Y exclama: «¡Daré la mitad de mis bienes a los pobres! ¡Restituiré cuatro veces a quien robé!».
Y de nuevo Jesús se complace y piropea la actitud de Zaqueo: «¡Hoy ha entrado la salvación en esta casa!».
Y de pronto Zaqueo se ve engrandecido: no ha crecido su talla, pero ha aumentado el valor de su vida. Ahora tiene sentido vivir, ha sido contemplado y amado por el Señor.
Desde entonces, la historia de Zaqueo, es la historia de un «pequeño gran hombre». De un santo sin peana.