
En un ambiente de confidencia, Jesús en una eclosión de entusiasmo exclama: Te doy gracias, Padre, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las ha revelado a la gente sencilla. Le da las gracias al Padre Dios porque pone su Misterio al alcance de todos, y lo entrega con más amor a los más pobres y sencillos.
Y continúa su confidencia: Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré… yo soy mando y humilde de corazón. El Maestro y Señor se ofrece como ayuda para aquellos que van por la vida más cansados y agobiados.
El Evangelio de hoy, es un canto a la humildad y la mansedumbre. No es un mensaje estridente. En un mundo que prima la fuerza, que exalta la prepotencia y que esgrime como un trofeo de guerra la autosuficiencia, es difícil hablar de mansedumbre. Suena a debilidad. Y sin embargo hoy el Evangelio nos deja como un slogan de verano, un consejo de Jesús: Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón.
¿Es esto posible? ¿Se puede ser manso y humilde y seguir viviendo en la selva humana en la que nos movemos? ¿Tiene la mansedumbre y la humildad cabida en la sociedad actual? Dios creó un paraíso. Y el hombre estropeó su obra, porque convirtió su gran don, la libertad, en un deseo autosuficiente de independencia, eligiendo el mal y el pecado. Sin embargo, Dios no borró del mapa a su criatura, sino que inició todo un proceso de enseñanza: le va mostrando sus caminos con la sabia pedagogía del padre y del maestro, y le va indicando las actitudes que pueden convertir en perfecta su obra. El hombre, que es la criatura privilegiada de Dios, debe adornándose con aquellas virtudes que le hacen agradable a Dios y más perfecto.
Es necesario hoy, hablar de virtudes. No son palabra antiguas o ñoñas. Una virtud interioriza y fortalece un estilo de vida. Para el cristiano, las tres grandes virtudes teologales, la fe, la esperanza y la caridad, tintan su vida de forma diferente: le hacen un hombre creyente, un hombre con ganas de vivir porque la muerte no es una frontera infranqueable, y un hombre que mira al otro hombre como hermano, con amor. Y junto a estas virtudes, las llamadas virtudes cardinales: la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza… originan un peculiar estilo de afrontar la vida, que favorecen la convivencia humana.
Ser cristiano es adornarse de virtudes. El hombre realmente virtuoso es quien descubre que sus dones son regalo de Dios. Y convierte sus cualidades en un servicio al hermano. Este es el hombre sencillo y humilde, el realmente fuerte.