Hay fachadas hermosas que esconden auténticos palacios en ruinas. Hay vestidos hermosos que esconden un corazón egoísta. Hay sonrisas hipócritas que disimulan malas intenciones. Lamentablemente vivimos un mundo donde lo que cuenta es «la fachada», lo externo, la apariencia. No cuenta el interior, no cuenta el alma. Pero, de apariencias no se vive: «el hábito no hace al monje».
Se ha perdido la «mirada profunda»: ver desde los ojos lo que se trama en el corazón del hombre. Y sin embargo a Dios le gusta mirar el corazón. Cala nuestras intenciones y, sorteando las apariencias, se muestra solícito en descubrir las tramas del corazón.
Ante dos personas diferentes que se presentan orando al Señor, Jesús pone como ejemplo al «publicano», al sencillo de corazón, al pecador que se arrepiente: a aquel que sabe que Dios, y sólo El, es el único Absoluto. Rompe Dios los esquemas sociales que se fijan en las apariencias y en los «vestidos», en el coche o la tarjeta de crédito.
Dios sólo ve el «hondón de nuestro corazón»: allí donde se urden las auténticas verdades y el amor sincero. Quien se coloca humildemente ante el Señor, la primera sensación es de una pequeñez inmensa: ¿quién soy yo ante la Infinitud? Pero la experiencia de Dios me hace grande: ¡Tú eres mi hijo! Y entonces mi pequeñez se estira hasta la infinitud, ya ni el tiempo ni el espacio podrán conmigo: tengo como protector a Dios Padre.
Dios se convierte en mi meta definitiva, y la fidelidad el objetivo del combate de la vida. Por eso, a pesar de las dificultades, el hombre humilde que apoya su vida en la fe, podrá exclamar con el apóstol Pablo: «He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe… Me aguarda la corona merecida con la que el Señor me premiará».
Es hora de hacer cada uno «un control de calidad» de su propia vida, ante la mirada del Dios de la misericordia que ve los corazones.