Nuestra meta es la perfección. La perfección del hombre es concebida como una superación, un progreso, un camino hacia la madurez. Perfeccionarse es alcanzar nuevas metas, acercarse a la plenitud. Las imágenes que indican las posibilidades de la vida humana son la semilla que crece, el camino que se recorre, la meta que se espera.
El ser humano, sin embargo, nunca llega a alcanzar la plenitud que persigue; la vida es un proyecto que se va perfilando, pero nunca se acaba. Por ello, para mantenerse en forma, es necesario tener presente la promesa, la meta, aquello que anhelamos alcanzar.
La esperanza no es una mera lejanía que se intuye, sino que es un quehacer, un compromiso cotidiano que requiere el esfuerzo de cada día. El futuro del hombre interpreta y diseña su presente. El mañana lo hacemos con el paso de cada hora: el cielo lo abrimos con el trabajo en la tierra, siempre dejando campo a la generosidad de Dios, que es su gracia.
La festividad de Jesucristo que celebramos hoy, la Ascensión, nos revela que la plenitud solamente la alcanzamos al final y que es un don de Dios. Jesús exaltado, hecho Señor y primogénito de sus hermanos, es la garantía de la promesa que aguardamos. Pero es, a la vez, un proyecto inmediato de acción, un quehacer, una tarea sin dilación: ¿Qué hacéis mirando al cielo? Volverá, pero por el momento quedaos en la ciudad e id y haced discípulos, sabiendo que yo estoy con vosotros todos los días.
Jesús compartió con el hombre, con cada uno de nosotros, la vida en su totalidad. Y nos entregó a todos, a cada uno de nosotros, algo más que «esta vida». Nos proyectó hacia una «vida nueva y eterna» que rompe las fronteras de lo finito, los límites del espacio y el tiempo. Resucitado Jesús, todos resucitaremos con él. Y ascendiendo al cielo, se adelanta a cada uno de nosotros, y nos promete: ¡nos encontraremos en la casa común del Padre!
Pero al irse él primero, no nos quedamos huérfanos: nos dará el Espíritu, que nos acompaña, en el seno maternal de la Iglesia en el camino a la casa del Padre. Camino que Jesucristo presenta como un compromiso de evangelización. Nos dice: Id al mundo entero y predicad el Evangelio.
Hoy, en este nuevo siglo que sufre dolores de parto, cada cristiano está llamado a ser predicador del Evangelio. Pero sólo puede hablar, aquel que previamente ha sido testigo de la vida del Maestro y ha compartido con Él la intimidad del amor. Hoy sólo tienen validez las palabras que brotan de la experiencia. Estamos invitados a hablar de Alguien que sabemos por experiencia que nos ama, que ha dado sentido a nuestra vida… y que rompiendo las barreras de la muerte, nos espera en un abrazo de vida eterna.