
Tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo… para que todos tengan vida. Con este razonamiento, Jesús explicaba a Nicodemo, un discípulo nocturno y clandestino de Jesús pero con ansías de aprender, el sentido de la muerte del Mesías. No se trata de una muerte sin sentido, sino de una muerte que da la vida a muchos.
Pero en este momento culminante de la vida, cuando Jesús atisba ya cercano el horizonte de la muerte, siente el desvalimiento y la angustia. Y levanta la mirada hacia el único que puede comprenderle, que puede consolarle y grita: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. A ti me acojo, a tu amor y benevolencia.
La lectura de la Pasión del Señor sobrecoge. Un silencio profundo reviste nuestros templos, y en el momento culminante de la muerte el silencio se acompaña a veces del llanto y la rigidez de nuestra mirada. Así se explica el impacto de la película «La Pasión». Algunos le acusaron de excesivamente cruenta. ¿Pero acaso es hermoso ver un crucificado muriéndose? La Pasión del Señor es el mayor de los dramas de la humanidad: hemos matado al Hijo de Dios.
Algo debe tener esta cruz cuando tanto atrae las miradas. Y es que el creyente sabe bien, que la aparente muerte que cuelga del madero, no se sino una fuente de vida de la que nos beneficiamos todos. San Pablo, decía con profundo sentimiento: No puedo gloriarme sino es en la cruz de Cristo. Es la cruz el motivo de nuestra salvación y por tanto el mayor timbre de la gloria humana.
Cuando miramos a un Crucificado, con los brazos abiertos, estamos contemplando el mayor abrazo de Dios a la humanidad. Es el abrazo del perdón, del rescate de todos para volver a la casa del Padre, reconciliados de nuevo y con la esperanza recuperada.
El Viernes Santo es un día dramático por la muerte del mejor de los hombres. Pero es también, ya, un día cargado de esperanza porque sabemos que el hombre que muere es el Hijo de Dios. Y el Padre le resucitará, para que el abrazo de la cruz tome vida en un abrazo a cada uno de nosotros, rescatados del pecado y reincorporados a la familia de Dios.
Junto a la cruz del Hijo, siempre está la Madre. La fidelidad de María al proyecto de Dios, hace que esté junto a la cruz, sosteniendo como madre el dolor del Hijo, y escuchando el grito de abandono en los brazos de Dios: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Y María levantaría sus ojos al cielo y le diría a Dios: «Tú me lo diste, tú me lo has quitado para devolverlo Resucitado y Salvador de todos. Es tan mío que ya no me pertenece: es de todos».
El dolor rompe el corazón, pero la esperanza de la Resurrección es el único bálsamo que suaviza el sufrimiento.