Todos aspiramos a triunfar, a tener éxito. Los hombres de nuestro mundo vivimos siempre con la mirada puesta en el futuro, con expectativas de una o de otra clase: triunfar, ser famoso, alcanzar poder o dinero… Incluso a veces, simplemente sobrevivir. Expectativas y esperas que son deseos o temores: el cambio social, político o económico, la paz, la prosperidad, la salud; la democracia, la revolución o la liberación… Pero estas expectativas, lejos de tranquilizar, a veces inquietan, pues nadie puede garantizar con seguridad el logro de ese futuro deseado o alejar el peligro temido.
El cristiano, fundamentado en su fe, no espera simples acontecimientos o cambios, sino que espera en Aquél a quien ama y por quien se siente profundamente amado. Por eso el futuro para él no es simple espera, sino esperanza confiada y serena. Todos vivimos las expectativas terrestres, pero es la esperanza cristiana la que presta a aquellas un sentido y un contenido, para que no degeneren en inquietud angustiosa.
Sin embargo, muchas veces nosotros los cristianos -ajetreados por las inquietudes y preocupaciones que agitan a los demás humanos- no sabemos mostrar ante el mundo «la razón de nuestra esperanza», y no ofrecemos a los demás la orientación que precisan y muchos secretamente anhelan.
No esperamos los cristianos en un Dios que está allá arriba limpio y lejano de la dura tarea terrestre; sino en un Dios que actúa en «lo profundo de la vida de cada uno», en el aquí y ahora de cada día, moviendo la historia hacia una meta que sería imposible sin El. Dios es quien en Jesucristo ha querido crear para nosotros un cielo nuevo y una tierra nueva, que alienta nuestro caminar hacia la tierra prometida. Así las durezas del camino se hacen más leves por la alegría de la meta prometida.
«Para caminar hay que creer»». Abrahán fue un caminante hacia lo imposible. Pisó y sudó esta tierra, pero se apoyó en la palabra de Dios. El creyente, como Abrahán, grita: «sé de quién me he fiado». Y así, cuando sus fuerzas humanas llegan al límite, aparece la mano amable de Dios para hacer posible lo imposible.
Mientras caminamos en la vida, la base de nuestra esperanza es reconocer el señorío de Dios, desde nuestra debilidad. La esperanza contagia esperanza para los hermanos. La esperanza ensancha los espacios para el amor, que nos ayuda superar el fatalismo de la muerte. Quien camina en esperanza, valora con realismo las cosas de la tierra, pero no las adora ni se esclaviza. Quien espera, armado de esperanza, ama al mundo pero pisa sobre él y camina con el rostro levantado hacia el Señor.
Alfonso Crespo Hidalgo