Jesús ha congregado a sus discípulos en el monte de las confidencias. Y allí, reunidos les hace la última recomendación: Id y predicad por todo el mundo la Buena Noticia. Ellos aceptan la encomiendan… Pero el Maestro al verlos, perplejos ante la responsabilidad, les confirma su amistad y fidelidad: Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.
Y ante ellos, se elevó al cielo. Jesucristo ha completado su peregrinar entre los hombres, ha cumplido su misión y vuelve al Padre, pero con la certeza confirmada de que estará siempre junto a nosotros. Y comienza el caminar de los discípulos, con la propia libertad y con la compañía respetuosa del Maestro. Se inicia la propia andadura, que es siempre un desafío para alcanzar la perfección. Perfeccionarse es dar pasos adelante, alcanzar nuevas metas, desarrollar facetas inéditas de la personalidad, acercarse a la plenitud. Las imágenes que indican las posibilidades de la vida humana son la semilla que crece, el camino que se recorre, la meta que se espera.
Y sabemos que nunca llegamos a alcanzar la plenitud: la vida es un proyecto que se va perfilando pero que nunca se acaba. Por ello, para mantenerse en forma, es necesario tener presente la promesa, la meta, aquello que queremos alcanzar. La esperanza no es una mera lejanía sino que es un quehacer, un compromiso que actuar. El futuro del hombre interpreta y diseña su presente. Lo mejor de mí reside en la esperanza.
La Ascensión de Jesús, nos revela que la plenitud solamente la alcanzamos al final y que, además, es un don de Dios. La Ascensión forma parte del misterio pascual de Cristo. Jesús, culminada su misión, se elevó al cielo ante la mirada de sus apóstoles, volviendo al Padre para sentarse a su derecha. Jesús, hecho Señor y Primogénito de sus hermanos, es la garantía de la promesa que esperamos. Pero es, a la vez, un proyecto inmediato de acción, un quehacer, una tarea sin dilación: ¿Qué hacéis mirando al cielo? Volverá, nos dice una voz amiga.
Los apóstoles, contempladores atónitos de esta experiencia mística se convierten en testigos: testigos porque han contemplado la gloria de Dios en Jesucristo; pero también testigos porque revestidos de la fuerza del Espíritu, predicarán el Evangelio de Jesús Resucitado.
Vendrá el Espíritu y, con su fuerza, los apóstoles y la Iglesia de todos los tiempos, anunciarán la Buena Nueva, confirmando el anuncio del Señor: ¡Seréis mis testigos!… hasta los confines del mundo.