
Ese acoge a pecadores y come con ellos. Esta fue la acusación velada, farisaica, de los enemigos de Jesús. Y fruto de aquella envidia, pecado ruin, brota una cascada de hermosas parábolas, entre las más populares del Evangelio, las parábolas de la misericordia: la oveja perdida, la moneda perdida, el hijo pródigo. Otra sentencia de Jesús, recogida en este Evangelio nos da una clave de esperanza: ¡Hay una alegría inmensa en el cielo por un solo pecador que se convierta! Pecado y pecador. El primero, el pecado, es claramente condenado por Jesús; el segundo, el pecador, es acogido si se convierte.
En ambientes cristianos descubrimos hoy un cierto desconcierto en el campo de la moral. Para los más pesimistas «se ha perdido la noción del pecado»; para otros el cambio es positivo, ya que se ha logrado superar una multitud de complejos y de tabúes.
Hablemos primero del pecado. Es cierto que se ha producido un viraje en nuestra sensibilidad respecto al pecado. Sin que haya sido descartada la dimensión vertical (ofensa a Dios), la atención está dirigida a la dimensión horizontal (ofensa al hombre, a sus derechos y a la comunidad). También es verdad que hoy se valora mucho más la conciencia personal que la norma objetiva… Sin embargo, no puede afirmarse que el hombre de hoy pueda prescindir de la experiencia de pecado, aunque haya cambiado su sensibilidad respecto al mismo. Hoy como ayer, el pecado y el mal nos interpelan, nos preocupan y, a veces, hasta nos angustian.
Quizá el pecado mayor de nuestro mundo sea el convencimiento práctico del hombre moderno de no tener que acudir a la misericordia de Dios o de necesitarla muy pocas veces… Nosotros los cristianos hemos convertido la penitencia en un «sacramento triste», y por eso ha llegado a ser, en muchos casos un «sacramento en desuso». Pecar no es infringir un código impersonal de leyes establecidas, sino ser infieles, renegar o prescindir del amor a Dios y desdeñar el amor al prójimo. El verdadero pecado no lo constituyen tanto nuestros actos aislados y periféricos, cuanto la actitud fundamental de nuestra vida, esa decisión radical que nos lleva a cometer tales acciones, y que nos están mostrando que «nos hemos alejado de Dios».
Entre creyentes, cuando hablamos del pecado debemos hablar también de perdón. El perdón es la otra cara del amor: quien quiera amar a Dios debe poder esperar su perdón. El perdón nunca es trueque, siempre es gracia. Y todo don y toda gracia deban llenarnos de gozo. Perdonar no es la expresión de los débiles, sino la actitud de los fuertes. Quien no cree en Dios ni en su misericordia puede que no encuentre razones para perdonar ni esperar el perdón. Quien cree, no debe tener razones para negar el perdón ni para no esperarlo de otros.
El perdón rompe el círculo infernal de nuestros egoísmos. Es un estímulo para luchar sin odio. Por eso la Iglesia nos lo ofrece como Sacramento de reconciliación.
Alfonso Crespo Hidalgo