Hay palabras gastadas, palabras manoseadas que de tanto usarlas pierden su brillo interno y se quedan como los globos, de fuerte colorido pero llenos de aire. Amor, fraternidad, tolerancia, solidaridad, entrega, heroísmo, perdón… suenan ya a simple sermón de siempre o a frases grandilocuentes de políticos, en tiempos de elecciones, y de los que no acabamos de fiarnos.
Cuando se pierde el sentido de Dios, los grandes valores y las palabras que los expresan pierden consistencia, y quedan a merced de interpretaciones interesadas y vacías, que terminan desinflándose como globos pinchados.
Se ha extendido entre nuestro pueblo la conciencia, la «mala conciencia» mejor dicho, de que lo mejor es que «cada uno vaya a lo suyo», así nadie interfiere en la vida del otro. Y no nos hemos dado cuenta que esta actitud tan sólo puede provocar el caos: si cada uno tira del pico de su manta, al final todos quedamos al descubierto. No se puede construir un mundo con un abismo de egoísmos respetados. La indiferencia o la no ingerencia no es síntoma de amor: el amor no es indiferente, sino que se alegra, sonríe, ayuda, sufre… El amor nos hace humanos.
A veces nos sorprenden los casos de escándalo de personajes públicos, de la misma Iglesia incluso. Corrupción es sinónimo de podrido, y lo podrido sólo puede sanarse cortando de raíz. Pero hemos creído que la raíz está sólo en una justicia externa que meta en la cárcel a todo delincuente. ¿Habría cárceles suficientes? nos preguntamos incluso. La regeneración de una sociedad, y de las personas que la integran, no se consigue por la violencia o por la simple aplicación mecánica de una justicia legal.
Una sociedad va tomando vida y fuerza cuando comienza de nuevo a llenar de contenido las grandes palabras. Cuando al oír amor puedo señalar con el dedo a muchas personas que aman; cuando al gritar fraternidad, podemos sentirnos realmente hermanos, arropados por la justicia; cuando pronunciamos tolerancia, estamos mirando sin ira al espejo de los ojos del contrario; cuando reclamamos solidaridad, lo hacemos desde la acera del más desvalido, no desde el sillón cómodo de mi abundancia; cuando pronunciamos perdón, estamos ya olvidando la ofensa y tendiendo la mano.
Hay alguien que entendió mejor que nadie como las palabras se llenan de contenido con el propio testimonio: Jesucristo el Señor, que «pasó haciendo el bien», que amó hasta el extremo de dar la vida; toleró hasta la indiferencia de sus paisanos; predicó la fraternidad universal, más allá de raza y nación; y nos indicó una forma de perdonar: perdonar «setenta veces siete» hasta amar al propio enemigo.
Cuando nos encontramos con Alguien que «hace lo que dice» y ofrece proyectos llenos de altura de miras e ilusión ¿no vale la pena seguirle y ser de los suyos? ¡Qué gran Maestro es Jesús!