
Isaías, el profeta que supo trasmitirnos la fortaleza de un Dios Creador junto a la ternura de un Dios Padre, nos deja en la primera lectura de hoy una de las páginas más entrañables y exigentes del Antiguo Testamento. Usando una metáfora bellísima, el profeta nos explica las relaciones entre Dios y su pueblo, comparando a Dios con un viñador y a nosotros con su viña. El profeta hace de narrador de esta historia de amor y desamor entre Dios y los hombres: voy a cantar en nombre de mi amigo un canto de amor a su viña.
Dios, el viñador tenía una viña hermosa en un fértil collado: la cavó, la decantó y plantó buenas cepas; construyó un lagar y esperó que diera buenas uvas… pero dio agrazones. Y el viñador se queja dulcemente: Habitantes de Jerusalén, decidme: ¿qué más cabía hacer por mi viña que yo no haya hecho? ¿Por qué esperando que diera uvas, dio agrazones? La frustración del viñador, le hace clamar contra su viña: La dejaré arrasada: ¡no la podarán ni la escardarán, crecerán zarzas y cardos, prohibiré a las nubes que lluevan sobre ella! Parece que la viña tiene poco futuro, el pueblo, en continuo desaire a su Dios se merece el abandono.
Jesús en el Evangelio recoge esta bella imagen de la viña y la expone como parábola para explicar su misión: el Dios de entrañas de misericordia no puede olvidar a su viña, que somos nosotros. Y nos envía continuos mensajeros para que volvamos a dar fruto. Pero el pueblo va matando, con el odio o la indiferencia, a todos los mensajeros y profetas. Pero es tanto el amor del Señor por su viña, que envía como mensajero a su propio Hijo: para pedirle a su viña que vuelva al amor primero y dé fruto de uvas dulces. Y el Hijo sufre la misma suerte: le mataron. Para ser más exactos: le matamos.
La historia de las relaciones entre Dios y su pueblo es una historia continua de amor de Dios entregado y las respuestas de nuestro egoísmo. Y sin embargo, Dios sigue con la mano tendida, fiel como el labrador a su tierra, esperando el fruto apetecido. Jesús cierra su parábola con un canto a la esperanza: buscaré unos labradores que cuiden mi viña, un pueblo que dé fruto abundante. Y no será necesario ser ni de raza ni tierra determinada: mi viña será los corazones del hombre de buena voluntad que escucha el Mensaje de Salvación.
La Iglesia es la nueva viña del Señor y nosotros sarmientos de esta viña por nuestro Bautismo. Podemos preguntarnos ¿somos fruto de uva dulce, o nuestra vida sólo produce agrazones? Ante la ternura del viñador ¿no merece la pena empeñarnos en dar frutos de amor y caridad?