Nos ha tocado vivir en una sociedad de consumo, en la que el hombre es una máquina de engullir mercancías de toda especie. Somos parte de una sociedad que busca el placer por el placer y a veces nos dejamos arrollar por esta corriente de quienes corren ciegamente tras el bienestar y el confort: lo queremos ver y tocar todo y lo soñamos on line…
En el fondo, somos victimas de una estructura de consumo, que ha convertido los centros comerciales en las nuevas «catedrales del ocio y el consumo». El supremo criterio del consumo es el beneficio; beneficio que, a veces, sólo favorece a unos pocos a costa de muchos. Se nos incita a gastar y gastar de forma compulsiva. No negamos los beneficios del progreso, lo que denunciamos es que con frecuencia se pongan las cosas antes que las personas.
La palabra de Cristo en el sermón de la montaña, aquel rosario de ocho bienaventuranzas, nos suena a fábula ingenua de niños. No acabamos de creernos su palabra. Ponemos nuestra confianza en el poder, el dinero, el bienestar, o en la paz barata que confundimos con el egoísmo de no complicarme la vida. Y rehuimos los frutos de la justicia verdadera que constituye a cada hombre en hermano y no nos implicamos en la construcción de un mundo nuevo, según el sueño eterno de Dios: un reino de fraternidad y convivencia, bajo la mirada amable de un Padre de todos.
Muchas veces los cristianos no hemos sabido transmitir el convencimiento de que realmente nos creemos la palabra de Dios: lo de «bienaventurados los pobres» nos suena demasiado fuerte, y lo de «bienaventurados los limpios de corazón», resuena a cierta ingenuidad. Parece que Jesús está predicando «un mundo al revés». Y es verdad. Francisco, en su Exhortación Gaudete et exsultate, nos dice que «vivir las Bienaventuranzas es ir contracorriente».
Difícilmente los cristianos podemos anunciar, con credibilidad, un reino de justicia y fraternidad, si nos ven apegados a situaciones de privilegio, de injusticia, de consumo excesivo, de deseo de poder. Corremos el peligro de ser poseídos por lo que poseemos, cayendo en una esclavitud solapada. En realidad, estamos muy lejos de poner nuestra confianza en el Señor y en su Reino: no somos del todo «pobres de espíritu».
Aceptar que Cristo está vivo entre nosotros y que su enseñanza tiene plena vigencia, es el primer fruto palpable del Reino del Padre, del «cielo nuevo y la tierra nueva», anhelado por aquellos que nos precedieron en la fe: ¡El Reino de las bienaventuranzas es posible! Porque antes que una ilusión humana es el mayor sueño de Dios: un mundo donde el amor sea la Carta Magna. El amor exige libertad ante todas las cosas. La Eucaristía que celebramos cada domingo es una llamada al compromiso por hacer del Sermón de las Bienaventuranzas un estilo de vida. Aunque tengamos la sensación de que «remamos contracorriente».