Fue, precisamente una mujer, María Magdalena. Aquella de quien nos dice el Evangelio que amó mucho porque se le perdonó mucho. Ansiosa, en la mañana de Pascua, corre al sepulcro. Es la diligencia del amor. El cariño da alas a los pies.
Llega y ve el sepulcro vacío. Y vuelve junto a los amigos del Señor y les anuncia: Se han llevado del sepulcro al Señor!
Es cosa de mujeres, dijo alguno. Pero Pedro y Juan, los íntimos del Maestro salen presurosos al sepulcro. «Los dos corrían juntos», impulsados por el deseo de dar crédito a su intuición. Seguro que comentarían con respiración entrecortada: ¿quién habrá robado el cuerpo? ¿O acaso, será verdad lo de la Resurrección?
Juan, el más joven llega primero. Pero no entró. Esperó a Pedro, aquel que el Maestro puso al frente de su rebaño. Es una forma de reconocer su autoridad. Y entraron los dos. Reconocen los signos: la losa quitada, los lienzos de mortaja aparte y el sudario enrollado en otro sitio. Y en su corazón brota la alegría: Ha ocurrido como dijo el Señor, ha resucitado. La muerte no es la dueña, ya que ha sido vencida por la vida.
Pedro calla y contempla el misterio. Y Juan, proclama escueto en su descripción: el discípulo amado, vio y creyó.
En la soledad de la gruta, hablan los dos discípulos y recuerdan lo que dice la Escritura, y se hace más vivo el recuerdo de las enseñanzas del Maestro. Se diría el uno al otro: «Recuerdas Cuántas veces nos que El habría de resucitar de entre los muertos».
María Magdalena, Pedro y Juan no eran unos visionarios: su ver es el «ver de la fe». El recuerdo vivo del Maestro, les hace descubrir en la apariencia del vacío del sepulcro la presencia viva del Resucitado. La Resurrección de Jesús es el núcleo básico de la vida de los creyentes y de la Iglesia. Sin la Resurrección, la fe es absurda. Ya lo dice Pablo: Si Cristo no ha resucitado, es vana nuestra fe.
Por la fe en la Resurrección, el grupo de los discípulos, hombres y mujeres, se transforma en una comunidad valiente, cuya fuerza es Jesús resucitado y vivo.
La Resurrección de Jesús es prenda y anticipo de nuestra resurrección. Por ello hablar del triunfo de Jesús sobre la muerte es hablar de «nuestro propio triunfo». La Resurrección es la única respuesta al problema de la vida y de la muerte de los hombres.
En los relatos del Evangelio, todo el que se encuentra con el Resucitado se llena de alegría. La alegría es el primer fruto de la Resurrección. Alguien acusó a los cristianos de no mostrar en sus rostros esta alegría. Hoy nos preguntamos: ¿se refleja en mi rostro, en mi talante de vida, la alegría de la Resurrección?