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homilias

31 de Julio de 2022

Acumular ¿para que?

XVIII Domingo del Tiempo Ordinario

TEXTOS: Si 1,2; 2,21-23; Sal 89; Col 3,1-5.9-11; Lc 12,13-21

Acumular ¿para que?

Todos conocemos a grandes familias arruinadas. Incluso, hay quien piensa «lo acumulado por el trabajo de muchos padres, lo malgastan los hijos».

Podemos preguntarnos hoy: ¿Qué herencia vamos a dejar a nuestros hijos? ¿Para qué trabajamos? Si hacemos caso a la primera lectura de la misa de hoy, el autor del libro del Eclesiastés nos deja una respuesta amarga: «Hay quien trabaja con destreza, habilidad y acierto y tiene que legarle su porción al que no la ha trabajado». No es una visión realmente optimista.

Sin embargo, San Pablo en la Carta a los Colosenses, que leemos en la misa de hoy,  nos deja una recomendación más apropiada: «aspirad a los bienes de arriba, donde está Cristo, no a los de la tierra». Estos son perecederos.

Estas dos reflexiones bíblicas nos puedan servir de introducción para entender mejor la parábola del evangelio de este domingo. 

Un hombre rico prevé que va a tener una gran cosecha y comienza a programar lo que hará para almacenarla: «construiré más graneros, lo guardaré todo y después me diré: túmbate, come, bebe, y date buena vida». Todo lo tenía asegurado, pero le faltó lo principal: asegurarse la propia vida. ¿Recordáis el cuento de la lechera? Quizás se inspiró en esta parábola.

Dios se convierte en esta parábola en un consejero humano, que sentencia: «Necio, esta noche te van a exigir la vida. Lo que has acumulado ¿de quién será?». Y concluye: «Así le ocurrirá al que amasa riquezas para sí y no es rico ante Dios».

En el fondo se trata de una pregunta: ¿qué herencia vamos a dejar? Quizás el hombre de hoy, más que nunca, está afanado en dejar a sus hijos una posición social influyente asegurada por una buena cuenta corriente. Es fácil que el hijo despilfarre con prontitud los duros trabajos del padre. 

Sin embargo, cuando invertimos en bienes del cielo, la ganancia está asegurada. Así ocurre cuando dejamos en herencia el propio ejemplo, una vida vivida con rectitud; cuando nos empeñamos en una educación cristiana para nuestros hijos, repleta de valores humanos y de fe; cuando nuestras relaciones son de fraternidad y solidaridad como fruto de la caridad cristiana. 

No hay mejor herencia que aquella que al repartirla se hace aún más grande: cuando la herencia no sólo puede contarse en euros, se evitan las vergonzosas peleas entre familias y se acrecienta la unidad de los hijos.

Alfonso Crespo Hidalgo

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