
La saga de los Macabeos fue una epopeya de valientes. Realmente impresiona ver a la madre y sus siete hijos ante el poder omnipotente del rey. Aceptar el martirio personal ya es un acto heroico, pero presenciar el martirio de siete hijos es una gesta impresionante. ¿Qué fuerza puede vencer el miedo a la muerte? La madre de los Macabeos nos deja la respuesta: Vale la pena morir a manos de los hombres, cuando se tiene la esperanza de que Dios mismo nos resucitará.
Los Macabeos y su madre eran unos «creyentes» en la vida. Ellos esperaban que la muerte fuese rota con la resurrección. Para ellos existía un más allá: la esperanza es la fuerza de su heroísmo. En ellos se cumple el deseo del apóstol: ¡Que el Señor dirija vuestro corazón, para que améis a Dios y esperéis en Cristo!
El hombre se mueve entre vida la muerte: nace y su caminar en la vida va encauzado, a diversos ritmos, hasta la muerte. La muerte es un hecho concluyente, pero dependiendo de la fe en la vida, así se aceptará la muerte.
La Resurrección rompe todos los cánones de los criterios humanos: su fuerza es divina y no se rige por las leyes humanas. Resucitar es inaugurar una vida nueva, un estilo de vida que conocemos sólo en primicias: Cristo resucitó el primero y nos convoca a resucitar con El.
Por ello, no vale la pena investigar mucho cómo será «la otra vida», es mejor seguir la recomendación del Señor: El Dios de nuestros padres, no es Dios de muertos sino de vivos. La Resurrección de Cristo es el mejor aval de que la muerte no es el final de la vida… Nuestra fe nos dice que la vida ha vencido a la muerte. Y todos somos convocados a una «vida eterna».
El apóstol Pablo nos deja una frase concluyente: Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe. El apóstol quiere significar así que la Resurrección del Señor es el centro y eje de nuestra fe. El creyente cristiano es el que dirige su oración y su súplica, su acción de gracias y su alabanza por medio del Resucitado al Dios de vivos que nos creó un día, nos sostuvo en la vida y nos espera al final de nuestro camino.
No debe ser motivo de tristeza para un cristiano afrontar la muerte. Somos hijos de una promesa hecha por el Señor: sois hijos de Dios porque participáis de la Resurrección. Jesucristo, el Hijo primogénito de Dios resucitó el primero para abrirnos a todos nosotros, hijos por adopción, la puerta de la vida eterna. El amor genera una esperanza que expulsa el miedo. Como concluye el Evangelio de hoy: Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos.
Alfonso Crespo Hidalgo