
Todos hemos cantado: A Belén, pastores… El canto popular ha inundado nuestras celebraciones, cargando de alegría nuestros maltrechos tiempos de soledad y miedo. Aquellos sencillos pastores fueron testigos asombrados del mayor de los milagros: ellos contemplaron, los primeros, con asombro el «primer portal de Belén», al encontrar al Niño en el pesebre, con María y José. María, mostrando a los pastores a su Niñito, mostró al Hijo de Dios al mundo, para que todos lo adoráramos, para que todos nos llenáramos de sano orgullo: ¡lo he visto!
Este día podemos titularlo el día del embeleso. Podemos preguntarnos, con santa curiosidad: ¿Cómo contemplaría María a su Hijo? ¿Cómo era su mirada? San Juan Pablo II nos puede ayudar a descubrirlo, releyendo el n. 10 de su Carta sobre el Rosario: «La contemplación de Cristo tiene en María su modelo insuperable. El rostro del Hijo le pertenece de un modo especial. Ha sido en su vientre donde se ha formado, tomando también de Ella una semejanza humana que evoca una intimidad espiritual ciertamente más grande aún.
Nadie se ha dedicado con la asiduidad de María a la contemplación del rostro de Cristo. Los ojos de su corazón se concentran de algún modo en Él ya en la Anunciación, cuando lo concibe por obra del Espíritu Santo; en los meses sucesivos empieza a sentir su presencia y a imaginar sus rasgos. Cuando por fin lo da a luz en Belén, sus ojos se vuelven tiernamente sobre el rostro del Hijo, cuando lo envolvió en pañales y le acostó en un pesebre (Lc 2, 7).
Desde entonces su mirada, siempre llena de adoración y asombro, no se apartará jamás de Él. Será a vecesuna «mirada interrogadora», como en el episodio de su extravío en el templo: Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? (Lc 2, 48); será en todo caso «una mirada penetrante», capaz de leer en lo íntimo de Jesús, hasta percibir sus sentimientos escondidos y presentir sus decisiones, como en Caná (Cf. Jn 2, 5); otras veces seráuna «mirada dolorida», sobre todo bajo la cruz, donde todavía será, en cierto sentido, la mirada de la ‘parturienta’, ya que María no se limitará a compartir la pasión y la muerte del Unigénito, sino que acogerá al nuevo hijo en el discípulo predilecto confiado a Ella (Cf. Jn 19, 26-27). En la mañana de Pascua seráuna «mirada radiante»por la alegría de la resurrección y, por fin,«una mirada ardorosa» por la efusión del Espíritu en el día de Pentecostés (Cf. Hch 1, 14)».
A cada uno de nosotros, cristianos, se nos invita a ser adoradores del Niño Dios, o lo que es lo mismo, a mirarlo con los mismos ojos de María. Y agradecerlo hoy, en la fiesta de la Madre de Dios, que podamos también decirle nosotros: ¡Madre nuestra!