
¡Qué siga la fiesta!, parece decirnos, hoy, la liturgia. Después de las solemnidades pascuales: Resurrección Ascensión y Pentecostés, no podemos sentir nostalgia. San Juan Crisóstomo decía: «aunque pasen los cincuenta días de Pascua, la fiesta no pasa nunca. Toda asamblea es una fiesta porque en ella se hace presente el Señor». Cada domingo, se aviva el gozo de la fiesta.
La Iglesia, nos presente hoy la solemnidad de la Santísima Trinidad. Ella es como un resumen de todo lo que hemos celebrado y hemos de celebrar en el Año litúrgico. Es una hermosa confesión de fe, profesada hoy con más energía: Creo en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Creo en un Dios Padre, creador del cielo y de la tierra, así lo muestra la hermosa lectura del libro de los Proverbios, en la que Dios se nos revela como Sabiduría que mueve la creación, juega con la bola de la tierra y goza con los hijos de los hombres. Creo en Jesucristo su Hijo, redentor y salvador nuestro, por quien, como dice Pablo a los romanos: hemos obtenido con la fe el acceso a esta gracia en que estamos; y nos gloriamos apoyados en la esperanza de la gloria de los hijos de Dios… y la esperanza no defrauda… Y creo en el Espíritu Santo, «señor y dador de vida», que ha sido derramado en nuestros corazones y acompaña los pasos de la Iglesia, hasta guiarnos, como dice el evangelio de Juan, hasta la verdad plena.
Cada año, la celebración del Misterio de la Santísima Trinidad despierta en nosotros una pregunta cargada de incógnitas: ¿Quién es Dios? Y la respuesta se hace difícil, quizás porque cada vez más queremos encontrarla a partir de nuestra propia capacidad y la fuerza de nuestra razón. No nos damos cuenta que cuando queremos «racionalizar» a Dios o reducirlo a un resultado evidente de un sistema filosófico, una incógnita resuelta por nuestro talento, nos situamos fuera del terreno en el que Dios se nos ha hecho accesible. Por eso, muchos rechazan a Dios como «algo incomprensible y lejano».
Tenemos una tarea ante el Misterio de Dios: «redescubrir» su verdadero rostro, contemplando la Historia de la salvación. Le conocemos más por lo que ha hecho por nosotros, que por lo que Él es en sí: «se ha hecho lo suficientemente cercano, como para que creamos en Él, y es lo suficientemente misterioso como para que le busquemos siempre».
El Misterio de la Santísima Trinidad es la manifestación de un «Dios familia»: Dios Padre actuando en medio de los hombres, por medio de su Hijo Jesucristo, con la fuerza del Espíritu, para hacernos participar de su vida comunitaria. Dios es Amor, y el amor es el medio de conocimiento de Aquél que sabemos que nos ha amado hasta el extremo de dar la vida por nosotros.
Somos la familia de Dios. No podemos olvidarnos de que Él es nuestro Padre, de que Cristo es el Hijo en el que todos somos «hijos de Dios» y el Espíritu es quien mantiene y profundiza nuestras relaciones filiales con Dios y fraternales en la Iglesia. Si somos hijos de un mismo Padre, en Jesucristo todos somos hermanos, porque es el Espíritu quien nos hace gritar. Abba, Padre. ¡Ojalá que seamos reconocidos como cristianos porque amamos a Dios y al prójimo! Es cuestión de familia.
Tuit de la semana: El Misterio de Dios nos sobrepasa: no se explica, se contempla con amor. ¿Mi fe es trinitaria: invocando al Padre y al Hijo y al Espíritu?
Alfonso Crespo Hidalgo