Hosanna al Hijo de David. Este grito resonó a las puertas de la ciudad santa de Jerusalén y como un eco fue llevado por los “correveidile” de la villa al palacio de Herodes y a la casa del Gobernador Pilatos. Estos son sorna dirían: ¡Ya tenemos otro profeta!
Sin embargo, la inquietud se sembró en todo el pueblo. Y hasta los más indiferentes preguntaban ¿Quién es éste? ¡Es Jesús, el profeta de Nazaret de Galilea! respondían entre el entusiasmo y la desgana.
Jerusalén, es para el pueblo de Israel la única ciudad, porque en ella se encuentra el templo, lugar de adoración del único Dios que ha constituido y elegido para sí a un pueblo. Se comprende por tanto la expectación ante el grito de que alguien se atreve a decir que viene «en nombre del Señor». El pueblo se pregunta: “¿Será el Mesías esperado?” ¿Habrá llegado el momento de la liberación…?
Sin embargo, los signos externos que acompañan a esta procesión no son de poder y fuerza: Jesús entra a lomos de un borriquillo, despreciando la gallardía guerrera del caballo; es escoltado por niños y gente sencilla con palmas y olivo, rehuyendo los escudos y las lanzas; y el grito de guerra, es un grito de paz: “¡Paz en la tierra y gloria en lo alto del cielo!”
Los timoratos de siempre, los entendidos y sabihondos, pretenden poner las cosas en su sitio y reclaman de Jesús una reprimenda a los exaltados… Pero el mismo Jesús reclama en este día de triunfo el coro de los limpios de corazón: “Os digo que, si estos callan, gritarán las piedras”.
Pero Jerusalén es también la ciudad que mató a sus profetas, que se entregó a los ídolos extranjeros y se olvidó de su Dios. Jerusalén tiene una larga historia de amor y desamor con su Dios. Y a Jerusalén sube Jesús, sabiendo lo que le esperaba. El mismo pueblo que hoy le aplaude y vitorea, el pueblo que disfrutó de los milagros y de la multiplicación de los panes, pronto convertirá sus gritos en un “¡Crucifícale, Crucifícale!”
En este Domingo de Ramos, cada uno de nosotros estamos invitados a acoger a Jesús en nuestro corazón con palmas de amor y olivo de gratitud y entrega por la salvación que nos viene de Dios. Recobremos la ilusión de los niños hebreos y de la gente sencilla que saltaron de alegría y jalearon con palmas y olivos al Mesías esperado; y empeñémonos en seguir la tradición de nuestro pueblo: el domingo de ramos hay que estrenar algo.
Y ¿por qué no empeñarnos en estrenar un corazón nuevo?