Retomamos el Tiempo Ordinario, tiempo de la sencillez de lo cotidiano. Dios se mezcla en nuestras cosas y anda entre los pucheros, como decía Santa Teresa. Hoy el Maestro nos deja una bella lección: «Es más fácil hablar que escuchar». Dice una peña flamenca: «¡escuchar es un arte!» Ya repetía el filósofo griego que la naturaleza nos había dotado de dos orejas y una boca, para que escuchásemos más. Sólo quien tiene la capacidad de escuchar puede aprender. Y sólo quien aprende se puede considerar discípulo.
Ser cristiano es “ser discípulo de Cristo”, aprendimos en el Catecismo de niños. Hoy Samuel, niño “aprendiz de profeta”, está a la escucha del Señor. Oye que una voz le llaman pero no encuentra a su interlocutor, hasta que en lo profundo de su corazón descubre que no es voz humana sino divina quien le susurra en la noche. Y exclama: “¡Habla, Señor, que tu siervo escucha!”
Juan nos narra cómo los dos primeros discípulos, fascinados por la personalidad de Jesús le siguen en silencio. El mismo Jesús, mirando a aquellos que le siguen abre el diálogo: “¿Qué buscáis?” Ellos preguntan: “¿Maestro, dónde vives?”. Y Jesús responde con una invitación: «Venid y lo veréis». Jesús responde a la incipiente curiosidad de aquellos hombres, con una invitación explícita y tajante a que le conozcan se hagan su propio juicio. Porque vale más una imagen que mil palabras, y porque a las personas se les conocen sobre todo por el trato y la convivencia. El Maestro les invita a “estar con Él”.
Y el evangelio concluye la escena escuetamente: “fueron, vieron… y se quedaron con El”. El diálogo con el Maestro, si parte de un corazón sincero, nos convierte de interlocutores indiferentes en seguidores y discípulos. La Palabra de Jesús cautiva y seduce, porque es palabra de verdad y vida.
También nosotros, como cristianos necesitamos estar a la escucha de Dios que nos habla en el ruido del mundo. Nuestra oración debe ser, en la oscuridad de la noche, la del joven profeta Samuel: «¡Habla, Señor que tu siervo escucha!» Y nuestra actitud debe ser como la de los primeros discípulo: seguir al Maestro y habitar con El, escuchando su Palabra. El trato nos adentrará en el profundo misterio de su persona, para terminar confesando como Pedro: ¡Tú eres el Hijo de Dios!
Hasta los mismos apóstoles, antes que apóstoles misioneros, fueron discípulos que aprendieron “estando con el Señor y escuchando al Maestro”. Como dicen un Santo Padre, “el deseo ardiente de aprender lo promueve en un discípulo la calidad del Maestro”. Y nosotros, ¡tenemos el mejor Maestro!