“A Belén, pastores…” El canto popular ha inundado nuestras celebraciones. Aquellos sencillos hombres fueron testigos asombrados del mayor de los milagros: ellos contemplaron, los primeros, con asombro el “primer portal de Belén”. El último domingo del año, la Iglesia nos ofrecía la contemplación de la familia. El primer día del año, la Iglesia lo dedica a María Madre de Dios, adornándolo con la Jornada mundial de la paz. Familia, maternidad y paz no son palabras ajenas.
«Encontraron a María, a José y al Niño». Los pastores corrieron, ante el aviso del ángel y “encontraron a María, José y el Niño”. Este versículo de Lucas, nos declara una realidad rica: fueron a ver a un Niño y se encontraron una Familia. Encontrarse con Jesús es conocer a María. Y María es quien nos enseña que su Hijo es el Hijo de Dios. Cuando adoramos el misterio de Belén, estamos contemplando el misterio de la Familia. María nos muestra que Jesús tiene familia. Hasta en esto se parece a nosotros.
San Pablo exclama: «Dios envió a su Hijo nacido de una mujer». Ha querido el Todopoderoso seguir los cauces humanos para enviarnos a su Hijo. Y María, una mujer, se convierte en instrumento de la salvación: Madre del Hijo de Dios. Y nos lo entrega como nuestro Salvador. Dios vino en la persona de Jesús a meterse en el mundo. A vivir entre nosotros, a participar en nuestras tristezas y alegrías y, por último a padecer y morir. Dios se muestra en Jesús solidario con los hombres. Hace suya la suerte de todos identificándose con cada uno. Desde la encarnación de Jesucristo la causa del hombre, de cualquier hombre, es la causa de Dios. Y más concretamente con todo aquel que pasa necesidad. Las manos que se abren a los necesitados para responder a sus urgencias más primarias, son manos que se abren a Dios. El corazón que ama al más desvalido, al que no puede responder, es el corazón de Cristo.
Esta solidaridad de Dios en Cristo constituye para la Iglesia una llamada constante a la solidaridad con quienes compartimos la vida. El Concilio Vaticano II se refiere a este amor solidario como criterio orientador de la presencia y de la actuación de la Iglesia en el mundo: “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón (…) La Iglesia, por ello, se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia” (GS 1).
Una de las grandes aspiraciones humanas es la paz: no solo la ausencia de guerra sino, también, la paz de cada corazón. En este primer día del año, celebramos la Jornada Mundial de la Paz. Levantamos nuestra mirada al Mesías, que viene como Príncipe de la paz, y lo descubrimos en la sencillez de un recién nacido, acunado en los brazos de una Virgen, a la que invocamos como reina de la Paz. A la Madre y al Hijo le pedimos este bien tan precioso: ¡danos la paz!