«Nacido de mujer», así presenta san Pablo a Jesús, en la carta dirigida a los gálatas: Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer. El Todopoderoso ha querido seguir los cauces humanos para enviarnos a su Hijo. María, una mujer, da a luz al Hijo de Dios. Y así, adquiere por gracia y por derecho propio el mayor título que ha podido ostentar un ser humano: Madre de Dios.
María, no cae en el orgullo de «presumir de hijo». No es una madre posesiva, sabe perfectamente su papel: presentarnos a su hijo, ser embajadora del Hijo de Dios. Con discreta presencia indica al verdaderamente importante: ¡ahí está vuestro Salvador!, dirá desde el silencio a los pastores, a los Reyes de Oriente, y a todos los que se acercaron a contemplar el Misterio de Belén. Ella, gozará contemplando el crecimiento y esplendor de su Hijo conservándolo todo en su corazón. El corazón de María será el vientre que conservará las enseñanzas de su Hijo.
La Iglesia, que celebraba en el domingo pasado la fiesta de la Sagrada Familia, ha querido en el primer día del Año celebrar una fiesta dedicada a la Madre: si el primero de enero es el pórtico de uno nuevo año, María es la puerta de una nueva era, el tiempo de la salvación. Al contemplar el portal nos sentimos orgullosos de ser familia, y de poder llamar a María, «Madre de Dios y Madre nuestra». Podemos alardear con sencillez: ¡venimos de buena familia!
La familia normal de Nazaret, cumple con los ritos tradicionales y de familia: cuando se cumplieron los ochos días para circuncidar al niño, le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de su concepción. Podemos imaginar el nombre de Jesús en los labios de María. Pronunciar un nombre es aceptar una presencia: María al pronunciar el nombre de Jesús, acepta la presencia del Hijo de Dios en su vida. Al que dio a luz como mujer, lo acoge ahora como Salvador. Y seguramente, pondría el nombre de Jesús en sus labios, comentando con José: «Jesús, va creciendo… el Niño ha dado un estirón». Es todo tan normal en la vida de María, que cautiva por su sencillez… ¡Es la sencillez de los sublime, de lo divino!
Ha querido la Iglesia unir a la festividad de María Madre de Dios la celebración del Día Mundial de la Paz. Y hay múltiples motivos para ello: uno de los títulos del Mesías es el del «Príncipe de la Paz» y a María la proclamamos en las letanías «Reina de la Paz». Ciertamente, no hay noticia que haya generado más deseos de paz en el corazón inquieto de la humanidad que el anuncio del Nacimiento del Mesías y Salvador; y no hay mensaje que haya reclamado un mundo más justo y en paz que la Buena Noticia del Evangelio. En este primer día del año, «Día de la paz», invoquemos la antigua bendición de Dios sobre el pueblo elegido, que recoge la primera lectura de hoy: El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor; el Señor se fije en ti y te conceda la paz.
No le importa a María, Madre de Dios, compartir su fiesta con este deseo de paz porque en su corazón conserva, al son de una nana, las palabras que cantaron los ángeles en Belén: ¡Gloria a Dios en los cielos y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor!
Tuit de la semana: Quien dio a luz al Hijo de Dios, se convirtió en su primera discípula. Como María, ¿yo quiero seguir a Jesús y aprender de sus enseñanzas?
Alfonso Crespo Hidalgo