«No hay nadie bueno, más que Dios», responde el Maestro, ante la demanda de aquel que se le acercó corriendo y le preguntó: Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna? Tenía prisa aquel hombre, quizás joven e impaciente, que buscaba la respuesta a la pregunta capital de la vida: «¿Cómo salvarme?» El Maestro comienza por centrar la respuesta: sólo de Dios, «el único bueno», puede venir la salvación. Y le recuerda lo fundamental para alcanzarla: ya sabes los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás… honra a tu padre y a tu madre… Aquel hombre se sintió seguro: Maestro, todo eso lo he cumplido desde mi juventud. El relato se detiene ahora en un detalle significativo: Jesús se le quedó mirando, lo amó y le dijo – ¡he aquí la propuesta sorprendente! -: Una cosa te falta; anda, vende lo que tienes, dáselo a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo y luego ven y sígueme.
El desenlace del encuentro es decepcionante: Ante estas palabras, él frunció el ceño y se marchó triste porque era muy rico. El Maestro se reserva una moraleja: ¡Qué difícil les será entrar en el reino de Dios a los que tienen riquezas! Y se recrea en una imagen gráfica, que se ha hecho muy popular: Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios. Ante tal respuesta, hasta los mismos discípulos se escandalizan y dicen: ¿Entonces quién puede salvarse? Jesús se les queda mirando: Es imposible para el hombre, pero no para Dios. Los medios de comunicación, nos muestran continuamente las grandes desigualdades sociales: la paradoja de la pobreza y la injusticia latente en más de la mitad de la tierra. Sigue vigente una ley no escrita: «el desarrollo de unos, debe ser a costa de otros». Eso sí, la realidad se camufla con el enigma de las estadísticas. Lo mismo que hace unos siglos estaban los señores de la guerra, hoy campean los «señores del dinero», que dirigen la humanidad de forma solapada.
Los seguidores de Jesús, ante la advertencia del Maestro sobre el peligro de la riqueza, debemos hacernos una pregunta radical: ¿con qué derecho podemos seguir acaparando lo que no necesitamos, si con ello estamos privando a otros de lo que necesitan para vivir? A aquel joven, le faltó lo esencial: poner su corazón en el Señor y no en sus riquezas. A aquel «joven rico», el dinero lo había empobrecido, le había quitado su libertad. Un testimonio cristiano necesario, hoy, es llevar una vida austera, sin extravagancias, viendo en el dinero un medio de vida, nunca un deseo obsesivo. El dinero exige la administración del amor: «ponerlo al servicio del bien común» y compartirlo con los más necesitados. Esto es Evangelio puro.
Tuit de la semana: «Donde está tu tesoro, allí está tu corazón». ¿Mi corazón está en el deseo de tener más o en la alegría de compartir y colaborar en el bien común?
Alfonso Crespo Hidalgo