
«Nadie es profeta en su tierra», reza el refrán popular. Su fuente es el Evangelio: No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa. Con esta frase condena Jesús la falta de fe de sus paisanos. Lo tuvieron tan cerca y sin embargo no lo reconocieron. Pudieron alardear de paisano y sin embargo le atacan. No supieron ver, en aquel aparente aldeano, al Mesías añorado y esperado por sus padres.
Pero este no es un capítulo nuevo en la historia del pueblo de Dios: los hijos de Israel son testarudos y obstinados, afirma el profeta Ezequiel. Dios insiste en el amor a su pueblo y éste le olvida, dejándose seducir por el canto de sirena de los falsos profetas. Las entrañas de misericordia de Dios chocan con el corazón de piedra del hombre. Un Dios que tiende la mano y encuentra el puño cerrado del egoísmo. Un Dios Padre que quiere hijos y se encuentra rivales. Un Dios, sin embargo que no sucumbe al desaliento y sigue buscando corazones que se dejen amar, manos que se dejen estrechar.
La idolatría es no sólo la cerrazón a Dios sino también el querer aislar a Dios en la lejanía: no se niega a Dios, simplemente se le ignora. El pueblo, cuando descubre su pecado, no soporta un Dios cercano. Y le gusta la imagen de un Dios de gestos grandiosos, aislado en un cielo imaginario, sin tener nada que ver con las penas y las alegrías del hombre. Es la imagen de Dios que hoy se extiende en muchos cristianos.
Pero Dios rompe los esquemas humanos al escoger lo humilde y sencillo para llevar adelante su proyecto de salvación. Irrumpe en la historia sin violentarla. Nos envía a su Hijo y Salvador y sigue los cauces de la humilde naturaleza: incluso su propio Hijo Jesús se confunde con un nazareno cualquiera: hijo de una tal María, mujer sencilla y esposa del carpintero José. Simplemente un aldeano. Uno entre tantos, quizás a lo más, un hombre peculiar.
Para descubrir a Dios en medio de la sencillez de la vida, hacen falta unos nuevos ojos, los ojos de la fe: así descubrimos en el carpintero de Nazaret, a Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre. Este es el desafío de una fe adulta: remontarnos desde la apariencia a la profundidad del misterio de Dios. Dejar que el misterio nos envuelva y se nos revele.
Jesús se acerca a nosotros, sigue acercándose a su Iglesia, su nueva patria que no tiene límites de raza o lengua, y se ofrece como un profeta, el profeta definitivo de Dios.
El interrogante sigue como un desafío: ¿será Jesucristo profeta en la tierra de nuestros corazones y las comunidades cristianas?