
Dios se dirige al Rey David por boca del profeta Natán y le adelanta lo que será su futuro. David, el rey pecador pero arrepentido, ha prometido hacer un templo hermoso a Dios. Y Dios le responde vaticinando para su pueblo un tiempo de esperanza y esplendor. Le promete que tendrá descendencia y que ésta será grande: estableceré detrás de ti un descendiente tuyo, un hijo de tus entrañas, y consolidaré tu reino. Yo seré para él un padre, y él será para mí un hijo… tu casa y tu reino durarán por siempre en mi presencia.
Este marco del Antiguo Testamento encuadra la escena del Evangelio de hoy: Dios se dirige al hombre y le promete una herencia grandiosa. Un ángel presta su voz a Dios y le comunica a una Virgen: concebirás y darás a luz un Hijo y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo el Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su Reino no tendrá fin.
Dios cumple la promesa hecha al rey David. La descendencia del hombre se emparienta con el mismo Dios, y en Jesús, hijo de María descendiente de David, se realiza la herencia prometida. En Jesús, Hijo de Dios, se realiza plenamente el deseo de Dios: Yo seré para él un Padre y él será para mí un hijo.
Nosotros nos sumamos a esta historia de herencias divinas. Somos miembros del pueblo escogido, pueblo de reyes, sacerdotes y profetas. Somos hijos de adopción y coherederos. Las palabras que un día Dios dirigió a David: Yo seré tu Padre, tú serás mi hijo, llegan a su plenitud cuando Dios Padre proclamó de Jesús: Este es mi Hijo, el Predilecto. Estas palabras, están dirigidas a todos los hombres de todos los tiempos, por eso, yo, hoy puedo susurrar con temblor y piedad: Dios es para mí un Padre, y yo soy para Él un hijo.
Desde la Encarnación del Hijo de Dios, desde el sí confiado de María, cada hombre encuentra en Dios un Padre. Jesucristo, Dios hecho hombre, comparte con nosotros la mejor herencia del único Hijo: ser hijos de Dios. Y la generosidad de Dios se hace ternura entrañable al colocarnos ante los ojos amorosos del Padre y en los brazos cariñosos de María, Madre de Dios y madre nuestra. María es un «regalo extra de Dios al hombre». Dios ha querido reunir en su paternidad la riqueza de la maternidad. También nos dice en María: «yo te quiero como un padre quiere a su hijo, como una madre cuida de su niño pequeño».
Al hombre de fe, ante tanto misterio no le queda otra actitud que un confiado: «Hágase en mí según tu palabra», uniendo al sí de María el sí confiado de toda la Iglesia. ¡Gracias Padre!