
El evangelio de hoy retrata una escena que ha sido llevada a múltiples cuadros de la pintura religiosa: El Bautismo de Jesús por Juan Bautista, a orillas del río Jordán. La composición es sencilla: Juan el Bautista se encuentra en la orilla del Jordán, predicando a sus seguidores; el profeta anuncia que el Reino de Dios está inminente, que el Mesías Salvador está ya en medio de su pueblo; a lo lejos, se acerca, confundido entre el pueblo sencillo, Jesús de Nazaret. Aparentemente, un penitente más que acude a recibir el bautismo de agua que administra Juan. Esta es la composición que salta a primera vista.
Pero la escena se abre hasta el cielo. De pronto, un hecho excepcional convierte en único aquel momento. Dios irrumpe señalando a aquel hombre anónimo como su propio hijo: ¡Tú eres mi Hijo amado, mi preferido! Una voz que viene más allá del cuadro, sorprende a los atónitos espectadores que asisten en el Jordán al encuentro entre dos grandes profetas: Jesús y Juan el Bautista.
El Maestro se acerca a ser bautizado por el discípulo. Dios infinito hinca sus rodillas ante la voz que clama en el desierto, el Cordero sin mancha lava su carne inmaculada en el agua que limpia de las culpas del pecado. No cabe más abajamiento del Hijo de Dios para acercarse al hombre. Por eso, el Padre Dios abandona un instante la majestad del cielo y acude a la escena. Desde lo alto alaba la actitud del Hijo, y le piropea: ¡Tú eres mi predilecto!
El Bautismo de Jesús es una figura y anticipo del Bautismo cristiano. Juan lo dice en alta voz: Yo os bautizo con agua, para la conversión del pecado. Pero el Maestro os bautizará con Espíritu Santo. Desde entonces todos los hombres, sin distinción de raza ni patria son llamados al Bautismo. Y para ello, la Iglesia abre la fuente del Bautismo que se derrama en manantiales de gracia para todos los pueblos. Por nuestro Bautismo, como dice san Pablo hemos sido ungidos por Dios con la fuerza del Espíritu Santo. Y también Dios acude a la escena y nos susurra: «Tú eres mi hijo…».
Proclamamos un sólo Señor, una sola fe, un solo Bautismo, un solo Dios y Padre; y afirmamos que el Bautismo nos convierte a todos los bautizados en la gran familia de los hijos de Dios, su Iglesia amada. Del Bautismo brota una especial relación entre Dios y sus hijos, que se llama vida teologal: vida en fe, esperanza y caridad, que hace de los cristianos partícipes de la misma vida divina.
Qué bien resume el Catecismo cuando dice: «por el Bautismo somos hijos de Dios y miembros de su Iglesia».