
El Apocalipsis, un libro cargado de símbolos, nos deja una hermosa descripción de un prodigio: Un gran signo apareció en el cielo: una mujer vestida de sol y la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza; y está en cinta, y grita dolores de parto… Así nos presenta el último libro de la Biblia la figura de María. Todos sabemos el final de la historia: la mujer, María, dio a luz un hijo, el Hijo de Dios.
La historia de María de Nazaret es un relato maravilloso, como todo en esta mujer singular. Ella misma nos explica su papel en la historia en uno de los más hermosos cantos de la Biblia: el Magnificat. La escena es conocida: María, una joven sencilla de Nazaret que está encinta, va a visitar a su prima Isabel, esposa de Zacarías, una mujer entrada en años que espera un hijo. Las dos mujeres han abierto su corazón a Dios y en ambas se ha realizado el milagro de la maternidad. Dios ha bendecido la grandeza del matrimonio de Isabel y Zacarías con un hijo, ya en la madurez de la ancianidad. En María, Dios ha hecho el milagro portentoso, por obra del Espíritu Santo, de encerrar en las entrañas de una virgen al mismo Hijo de Dios: la grandeza de Dios oculta en la humildad de un vientre humano.
Las dos mujeres se saludan y surgen un diálogo estremecedor, desde el silencio de la contemplación: el hijo de Isabel, el futuro Juan el Bautista, saltando en el vientre de su madre, saluda a aquel que, en el vientre de María, vive el imperativo del tiempo de la naturaleza para después nacer como Salvador del mundo. Y las dos mujeres comienzan una alabanza a Dios y por lo realizado en ellas. ¡Bendita tú entre las mujeres!, exclama Isabel, al contemplar a su prima, la escogida del Señor.
Y María responde a la alabanza, dejándonos como recuerdo de esta visita un Himno grandioso, que exalta las grandezas de Dios y que resume toda la Historia de la Salvación del hombre: el Magníficat. El cántico se abre con una aclamación: ¡Proclama mi alma la grandeza del Señor! Y continúa con una exaltación de gozo: ¡Se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador! Las razones de su alegría las resume María, revestida de sano orgullo al sentirse en las manos de Dios, exclamando con una profunda humildad: El Señor hizo en mí maravillas. Maravillas que provienen de su sí a Dios, que convierte a la «esclava del Señor» en la Madre de Dios. Este es el título mayor de María, aquel que abarca y da pleno sentido al resto de los títulos marianos: «Madre de Dios». ¿Cabe mayor honor en un ser humano?
El pueblo sencillo sabe entender la historia. Por eso, en agosto detiene el tiempo y el trabajo y hace fiesta para celebrar a una mujer excepcional, María de Nazaret, que tras su recorrido en esta vida, vivido como un sí continuado a los planes de Dios sobre ella, es llevada al cielo junto a su Hijo: es la fiesta de la Asunción.
Hoy celebramos que al cielo nos ha precedido la Madre de Dios y ahora ruega por nosotros a su Hijo. Desde el cielo nos contempla una mujer vestida de sol a la que invocamos como Madre nuestra. ¡Tenemos una buena abogada!
Alfonso Crespo Hidalgo