«Este es mi hijo amado, en quien me complazco», se oyó como un trueno venido del cielo. El relato evangélico de hoy retrata una escena que ha sido llevada a múltiples cuadros de la pintura religiosa: el Bautismo de Jesús a orillas del río Jordán. La composición es sencilla: Juan el Bautista, cuya fama se extiende y algunos le consideran el Mesías esperado, confiesa con profunda humildad: Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, a quien no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo.
Y a lo lejos, se acerca, confundido entre el pueblo sencillo, Jesús de Nazaret. Aparentemente, un penitente más que acude a recibir el Bautismo de agua que administra Juan el Bautista, aquel hombre austero que se vestía con piel de camello. Todo parece en calma: el Evangelio dice que, mientras era bautizado, Jesús oraba. Pero, de pronto, un hecho excepcional convierte en única aquella escena: Se abrieron los cielos, bajó el Espíritu Santo, con apariencia de paloma y vino una voz del cielo. Señalando a Jesús gritó: Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco. Dios presenta en público a su Hijo Unigénito, al Mesías y Salvador esperado por los pueblos.
Ya Isaías, como hemos leído en la primera lectura, había profetizado este momento cuando dijo: Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, en quien me complazco. He puesto mi espíritu sobre él, manifestará la justicia a las naciones…será luz de las naciones, abrirá los ojos a los ciegos, y sacará de la prisión a los que habitan en tinieblas. Es la profecía de una hermosa historia.
El Bautismo de Jesús es figura y anticipo del Bautismo cristiano. Todos los hombres y mujeres, sin distinción de raza ni patria son llamados al Bautismo. Y la Iglesia abre la fuente del único Bautismo que se derrama en manantiales de gracia para todos los pueblos. Como señala el libro de los Hechos: Dios no hace acepción de personas, sino que acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea. Por nuestro Bautismo, como dice san Pablo hemos sido ungidos por Dios con la fuerza del Espíritu Santo. Y también Dios «acudió a la escena de nuestro Bautismo y nos susurró: Tú eres mi hijo amado, en quien me complazco». Y nos dio un nombre que, como dice poéticamente el profeta, «quedará grabado en la palma de la mano de Dios».
El Bautismo nos hace familia de Dios. Por el Bautismo, nuestra familia se hace casi infinita, «como las estrellas del mar y la arena de la playa». Del bautismo brota una especial relación entre Dios y sus hijos, que se llama vida teologal: vida en fe, esperanza y caridad, que hace a los cristianos partícipes de la misma vida divina. Qué bien resume el Catecismo: «por el bautismo, somos hijos de Dios y miembros de su Iglesia».
Tuit de la semana: El Bautismo nos hace «hijos de Dios y miembros de su Iglesia». ¿Doy gracias por mi Bautismo y me siento orgulloso de pertenecer a la Iglesia?
Alfonso Crespo Hidalgo