
Los santos son legión. Son tantos y tantos los santos y santas anónimos que la Iglesia ha querido unir en una fiesta a todos los santos y mártires. En la liturgia se subraya que es una fiesta común de todos los santos. La lectura del Apocalipsis nos ayuda a remontarnos a esa multitud de santos de la Jerusalén celestial, mientras la segunda lectura, de la Carta de san Juan, describe la vocación del cristiano a la santidad; el Evangelio que proclamamos muestra el camino de la santidad cristiana, que no es otro que las Bienaventuranzas evangélicas.
Sorprendentes y deseadas, admiradas y difíciles de cumplir, las Bienaventuranzas son una nueva noticia, una proclamación del Evangelio. Sin duda alguna, cuando las pronunció Cristo por primera vez, causaron estupor en unos e irritación en otros, en los apegados a sus cosas. Pero, también, admiración en muchos, en los que veían en el Mensaje de Jesús un programa de liberación y salvación.
La Iglesia proclama hoy las Bienaventuranzas en todos los rincones del mundo donde se reúnen los cristianos. El Evangelio recuerda hoy el amplio número de bienaventurados que llamamos santos, sin corona tal vez y sin altar. La santidad es la vida oculta de la Iglesia, por ello, renace siempre y refluye como un don. La santidad es la aspiración de todos los cristianos. Tres actitudes básicas al contemplar la vida de los santos, nos reclama la Iglesia:
Primero, aprender del ejemplo de sus vidas: son modelos que estimulan y alientan para acercarnos al único modelo de la santidad en la variedad de sus expresiones.
Segundo, pedir su intercesión: los santos interceden por nosotros; haciendo memoria de ellos se renueva nuestra conciencia de indigencia y nuestra confianza para implorar su ayuda fraterna;
Tercero, anhelar participar de su destino: en la doble faceta de esta comunión, sentimos que los santos son de nuestra estirpe, han hecho nuestra misma experiencia; ahora están ante nosotros como garantía de que seremos lo que ellos son en la gloria, como ellos fueron lo que nosotros somos en la tierra.
Seguramente en esta fiesta, cada uno de nosotros recordaremos a muchos santos anónimos con los que convivimos en la tierra y que ahora interceden por nosotros desde el cielo. Ojala que un día, cuando se celebre esta festividad, nosotros podamos ser contados entre los santos, que ya participamos de la alegría de contemplar el rostro del Resucitado. Realmente, ¡hoy es un día de fiesta!