La viuda es una mujer desvalida. Así se representa en la Biblia y así era en tiempos de Jesús. Las lecturas de hoy nos proponen dos pasajes en los que la protagonista es una viuda.
En la primera lectura se nos cuenta la historia de una viuda de Sarepta que puso su confianza en Dios. En tiempos de carestía y sequía, cuando el alimento escasea, el profeta Elías pidió a aquella pobre mujer viuda que compartiera con él lo único que le quedaba: un puñado de harina en la orza y un poco de aceite en la alcuza. La pobre de solemnidad puso su confianza en el Señor, y compartió. Y no quedó defraudada: porque en mucho tiempo la orza de harina no se vació ni la alcuza de aceite se agotó, como lo había dicho el Señor por boca de Elías.
Este estilo de vida: abandonarse a Dios y poner en Él la confianza, lo alaba Jesús cuando contempla a otra pobre viuda, dejándose los pocos céntimos que tiene en el cepillo del templo. Jesús compara aquellos céntimos con los euros de muchos ricos que echan con abundancia. Para el Maestro, los céntimos de la viuda tienen más valor que los billetes del rico porque esta viuda pobre ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero esta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir. El rico, quería confirmar con su generoso donativo la garantía de la seguridad de su riqueza y la pobre viuda sobre todo echo en el cepillo la abundancia de su confianza en el Señor.
El mensaje del Evangelio de hoy es una interpelación para los que nos confesamos creyentes, y a veces andamos tras otras seguridades. ¿Por qué será que hoy están en boga las «artes de adivinar»: los videntes, horóscopos, amuletos, piedras de la suerte…? La pregunta con la que nos topamos es seria, y la podríamos formular así: ¿Dios es verdaderamente para nosotros el «Dios en el que confiamos» o buscamos otras seguridades… por si acaso? ¿Dónde tenemos puesta nuestra esperanza? ¿En qué o quién confiamos?
Nos hemos acostumbrado a asegurarlo todo. Y hay cosas que no dependen de un seguro de vida, sino de la generosidad de entregarla. La salvación, no es fruto de nuestro poder, sino que es el regalo de la gracia a quien la busca con sincero corazón. No se compra lo que no tiene precio: y el amor de Dios es impagable, y sólo admite la paga del propio amor: «amor con amor se paga». Las dos viudas de las lecturas de hoy, eran pobres con un corazón de oro. Y hoy se nos presentan como modelo: ellas, han puesto su confianza en el Señor.
Jesús nos invita a que recemos, con plena confianza, el Salmo 145, que hoy proclamamos: Alaba, alma mía al Señor… que mantiene su fidelidad eternamente y hace justicia al pobre...
Tuit de la semana: Un seguro de vida no alarga mis años ni me garantiza la felicidad. ¿Mi confianza se apoya solo en mis propias fuerzas o en la providencia de Dios?
Alfonso Crespo Hidalgo