Juan Bautista, uno de los protagonistas del Adviento, nos advierte: «¡Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos… Y toda carne verá la salvación de Dios». El profeta que abre el Nuevo testamento nos advierte con esta imagen del camino recto de la necesidad de convertirnos al Señor que viene. Adviento es tiempo de conversión. Tiempo de preparar los caminos y enderezar las sendas de nuestra vida, para que se acerque el Mesías Salvador, que viene a guiarnos, como dice el profeta Baruc «con su justicia y su misericordia».
Pero esto que parece un trabajo humano, tiene su origen en la gracia divina: sólo Dios puede realmente allanar los caminos de conversión del hombre, sólo Dios puede enderezar lo torcido en el interior del ser humano. Porque sólo Él conoce en lo profundo la dureza del corazón de piedra del hombre. Por ello, el primer paso de toda conversión es sentirnos juzgados por el amor divino que nos invita al cambio: lo que pueda haber de decisión personal para cambiar está movido por la acción primera de la iniciativa de Dios. Después comienza el trabajo humano: dar frutos de amor, de salvación.
La conversión es un cambio radical de mentalidad y de actitudes profundas, que luego se va manifestando en acciones nuevas, en una vida renovada son los frutos de la caridad. La conversión suele ser un camino lento, es un proceso continuo que supone ir dando pasos progresivos hacia la identificación con los valores del Evangelio: es «salir de mí para encontrarme en Dios». Ello supone que, a veces, las dudas y las vacilaciones me detengan en el camino o me dejen recostado en la cuneta. A veces nos invade la tentación de la desgana.
Esta apatía, una forma de tentación, que es una variante de una esperanza débil, necesitan un continuo aviso del Dios de la misericordia. Por eso, Dios siempre sale al encuentro y recuerda al hombre la posibilidad de su salvación. Así, se entiende el deseo de Pablo expresado a sus queridos filipenses: «Testigo me es Dios del amor entrañable con que os quiero… Y esta es mi oración: que vuestro amor siga creciendo más y más en penetración y en sensibilidad para apreciar los valores. Así llegaréis al Día de Cristo limpios e irreprochables, cargados de frutos de justicia, por medio de Cristo Jesús».
Adviento es un largo camino de conversión, es el pórtico de un año en el que cada cristiano recuerda el gesto supremo de Dios: “tanto amó Dios al mundo que nos envía a su propio Hijo como Salvador”. Pero cada uno de nosotros tenemos que “hacerle hueco a Dios en nuestro corazón”. Como lo hizo María, la sencilla mujer de Nazaret. María, la «mujer fiel al Espíritu», nos acompaña en el camino del Adviento. Su vida es para nuestra vida, el mejor libro de rutas. Ella, la Virgen, concibió a Dios antes en su corazón que en su vientre. Hizo hueco a Dios en su vida, entregándosela toda.