
Otra parábola impactante. La continuación de la lectura del profeta Amós y la parábola que nos ofrece el Maestro, insisten en la enseñanza del domingo anterior: No se puede servir a Dios y al dinero.
Amós, con un crudo lenguaje sigue advirtiendo a quien ha hecho del dinero su ídolo: Ay de aquellos que se sienten seguros en Sión, que se acuestan en lechos de marfil, comen corderos… beben vino en elegantes copas… pero no se conmueven ante la ruina de su pueblo… Y les vaticina: serán expulsados de la patria e irán el destierro.
Jesús nos regala una parábola muy popular, dirigida expresamente a los fariseos; los protagonistas de la historia son el «pobre» Lázaro y el «rico» Epulón. Con un lenguaje descriptivo, pinta un cuadro que es fácil de imaginar. Así lo ha plasmado grandes pintores: un hombre rico, que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba cada día… Y a la puerta de la casa: el mendigo llamado Lázaro, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que caía de la mesa del rico. Un contrate llamativo, que se agudiza con un detalle: al pobre mendigo, hasta los perros venían y le lamían las llagas. Una distancia infinita entre los dos: la riqueza y la pobreza, la glotonería y el hambre, el vestido y la desnudez. Pero hay algo que los une: los dos, mueren.
Y también en la otra vida parece seguir la distancia, pero se ha invertido el estado de felicidad: el mendigo es llevado junto a los justos, al seno de Abrahán; y el rico recluido en el infierno. El rico, contempla la escena del mendigo sentado al banquete del cielo, junto a Abrahán, y él sediento de una gotas de agua que calme su sed, suplica: Padre Abrahán, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua. Y Abrahán le responde: Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en tu vida, y Lázaro, a su vez, males; por eso ahora él es aquí consolado, mientras que tú eres atormentado. Y además entre vosotros y nosotros hay un abismo que no se puede atravesar… Pero, incluso en aquel condenado, hay un atisbo de bondad: Te ruego, entonces, que envíes a Lázaro a casa para que advierta a mis cinco hermanos… no sea que ellos también vengan aquí. Y Abrahán le recuerda: ya tienen a Moisés y los profetas, que los escuchen. Pero Epulón, desde su propia experiencia le suplica: si un muerto va a ellos se arrepentirán. Abrahán deja una dura advertencia: Si no escuchan a los profetas, no se convencerán ni aunque resucite un muerto.
Toda parábola tiene una enseñanza: Quién ha puesto toda su vida en el dinero, pierde vida y dinero al morir: muere pobre. Quién ha puesto su vida en Dios, al morir gana en herencia la mayor de las riquezas: la vida eterna. Se invierte los términos, el rico muere pobre, el pobre resucita rico. Nosotros tenemos el privilegio de que Dios nos ha enviado un mensajero, su Hijo Resucitado, para darnos la advertencia: nuestra vida es un anticipo de la vida eterna y la felicidad en la otra vida depende de nuestra conducta en la vida presente.
San Pablo sigue exhortando a Timoteo: Combate el buen combate de la fe, conquista la vida eterna, a la que fuiste llamado. Hoy se nos ofrece el camino para alcanzarla: comparte tu riqueza y sienta en tu mesa al pobre… para terminar siendo «eternamente rico».
Tuit de la semana: El ejercicio de una «caridad inteligente» es una seña de identidad del cristino. ¿Comparto mis bienes? ¿Colaboro con Caritas?
Alfonso Crespo Hidalgo