
Misericordia, Dios mío, por tu bondad… Así se abre el salmo 50, el famoso Miserere, exaltado en hermosas partituras musicales, como un grito de piedad y perdón de grandes compositores: Mozart, Verdi… ¡Misericordia, Dios mío!
Lucas es el «evangelista de la misericordia». Así lo muestra en las tres parábolas que nos regala, recogidas en el capítulo 15 de su evangelio: la oveja perdida, la moneda extraviada y el hijo pródigo. Están dirigidas a un auditorio concreto, dividido en dos grupos: Los publicanos y pecadores que se acercan a escucharlo y los escribas y fariseos que murmuran en voz baja: Ese acoge a los pecadores y come con ellos. Observemos el despectivo: «ese… acoge». El publicano pecador se acerca a escuchar, el fariseo que se considera «justo» observa desde la distancia. El Maestro no se amedranta ante la crítica ácida de los fariseos, sino que responde con tres parábolas cargadas de mansedumbre.
La primera, nos muestra la preocupación de un pastor que, teniendo un rebaño de cien ovejas, sale en búsqueda de una que se ha perdido. Su amor apasionado a cada oveja le hace adentrarse en el desierto hasta encontrarla y devolverla al redil. No la lleva delante castigada y hostigada por el cayado y la honda… alivia su cansancio, estrechándola en sus hombros, cara con cara. Mucho debía impresionar a los primeros cristianos esta parábola, si en las catacumbas dejaron pintada la imagen del Buen Pastor con la oveja sobre sus hombros. La segunda parábola nos describe a una pobre mujer que pierde una moneda de poco valor… No se resigna, se afana en la búsqueda, barre los rincones de la casa hasta encontrarla…. Esta enseñanza resalta la riqueza de la misericordia, que asume, junto a la fortaleza varonil del pastor, la ternura femenina que recuerda a la madre que aguarda en la noche la vuelta del hijo. Así es Dios: su misericordia nos busca. No se recrea en las 99 ovejas que le quedan, busca a la descarriada; no asegura en una bolsa las monedas que le restan, se afana en encontrar la perdida. A veces, somos la oveja despistada, la moneda extraviada y Dios misericordioso nos busca con afán. Parece que el problema lo tiene Él y no nosotros, que nos hemos perdido.
La «fidelidad» del pastor y la «ternura» de la mujer que busca, son las dos manos del padre que abraza al hijo pródigo que vuelve. Esta tercera parábola, quizás la hemos contemplado muchas veces y la hemos gozado en el corazón. Refresca el comentario del IV domingo de Cuaresma. Sí. También tú y yo, somos ese hijo pródigo que abandonó la casa, o acaso el hijo mayor que nunca entró al calor del hogar… Tres parábolas, y un mismo protagonista: un Dios, rico en misericordia que nos busca cuando nos perdemos… que se alegra cuando nos encuentra y nos sienta a su mesa.
La misericordia es una palabra redonda, que envuelve al pecador y borra su pecado. Así le comenta Pablo a Timoteo: doy gracias a Cristo Jesús, Señor nuestro, que me hizo capaz, se fio de mí y me confió este ministerio, a mí, que antes era un blasfemo, un perseguidor y un insolente. Pero Dios tuvo misericordia de mi… El Maestro concluye su enseñanza con palabras consoladoras: hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte que por 99 justos que no necesitan conversión. Mi vuelta a Dios, puede alegrar el cielo.
Tuit de la semana: Dios es rico en misericordia y se alegra con la conversión del pecador. Él siempre sale a mi encuentro: ¿Me dejo encontrar por Dios? ¿Le busco?
Alfonso Crespo Hidalgo