
El pueblo sencillo tiene su memoria. Por eso, en pleno agosto, cuando se aflojan los calendarios, se recrea en una fiesta dedicada a María, «la Virgen de agosto», que congrega a sus hijos dispersos en las fiestas patronales del pueblo: el nombre de cada patrona es un piropo a la Madre de Dios.
Celebramos, hoy, la Asunción de la Virgen, el triunfo definitivo de la virgen Madre, que es llevada a la gloria junto al Hijo: «No permitió Dios que conociera la corrupción del sepulcro la que llevó en su vientre al Hijo de Dios», diremos en la oración de la Misa. Pero ¿cuál el motivo de esta fiesta? ¿cuál la grandeza de esta mujer? La grandeza está en su propia humildad. Así lo relata el episodio del Evangelio que hoy leemos:
María, una joven humilde de Nazaret, va a visitar a su prima Isabel, esposa de Zacarías, una mujer entrada en años que espera un hijo. María va, simplemente, a «echarle una mano en las cosas de la casa». Pero, aunque son dos mujeres sencillas no son dos mujeres corrientes; ellas, han abierto su corazón a Dios y en ambas se ha realizado el milagro de la maternidad: en Isabel, Dios ha bendecido la grandeza del matrimonio con un hijo ya en la madurez de la ancianidad; en María, Dios ha hecho el milagro portentoso por obra del Espíritu Santo de encerrar en las entrañas de una virgen al mismo Hijo de Dios.
Y surge un doble diálogo entre estas dos mujeres; primero, un diálogo sin palabras: el hijo de Isabel, el futuro Juan el Bautista, saluda saltando en el vientre de su madre a aquel que en el vientre de María se somete al ritmo de la naturaleza para nacernos como Salvador del mundo. Mesías y Precursor se saludan.
Después, el diálogo se hace piropo entre estas dos mujeres que han escuchado la palabra de Dios y la han encarnado en sus vidas: ¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!… Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá… María responde con un hermoso poema, convertido en oración: Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humildad de su esclava… Así comienza un Himno grandioso, que exalta las grandezas de Dios y que resume toda la Historia de la salvación de los hombres.
Es el Magníficat: ¡Proclama mi alma la grandeza del Señor!, exclama exultante María. Y nos hace confidentes del motivo de su alegría: El Señor hizo en mí maravillas. Maravillas que provienen de su «sí» confiado a la propuesta del ángel: concebirás y darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús… A lo que respondió María, con la sencilla humildad de su grandeza: Hágase en mí, según tu palabra… la esclava del Señor se convertirá en la Madre de Dios.
En la fiesta de hoy, dos mujeres, nos dejan una hermosa lección de fe: creyeron más allá de la misma razón; las dos nos brindan una página ilustre de esperanza: esperaron cuando parecía perdida toda esperanza; María nos da una demostración de amor: se volcó en caridad concreta, hecha servicio y elogio.
Tuit de la semana: María es modelo de fe, por su «sí» a Dios; de esperanza por confiar en su providencia y de caridad al visitar a Isabel. ¿La amo y le rezo?
Alfonso Crespo Hidalgo