
La humildad es una virtud elegante. El prestigio personal, el deseo de sobresalir y de presumir, el ansia de notoriedad y de llamar la atención, son comportamientos usuales en los ambientes de nuestra sociedad. A quien es modesto y humilde, se le califica, a veces, de «infeliz o apocado». Revelarse contra las apariencias sociales y las ostentaciones optando por una vida de sencillez es ir a contrapelo.
La liturgia recoge la enseñanza sapiencial del libro del Eclesiástico, los buenos consejos de un padre desde la altura de su experiencia: Hijo, actúa con humildad en tus quehaceres, y te querrán más que al hombre generoso. Hazte pequeño en las grandezas humanas y alcanzarás el favor de Dios. Este elogio de la humildad es el marco del pasaje evangélico de hoy.
De la humildad nos habla Jesús. Invitado por un importante fariseo a comer en su casa, observa como los convidados escogían los primeros puestos. Y les corrige con una parábola sencilla, cargada de sabio realismo: cuando te inviten a una boda, no ocupes los primeros puestos… Puede llegar otro, más importante que tú, y reclamarte que te muevas hacia atrás, sonrojándote de ridículo. Además, cuando des un banquete, no invites a los que puedan pagarte con otra invitación… Te sentirás pagado y no podrás gozar de la alegría de tu generosidad. No. Tú, en cambio: Ocupa el último puesto… Y cuando llegue el que te convidó te dirá: Amigo, sube más arriba… y te acompañará hacia la presidencia y quedarás muy bien ante los comensales. E invita a quien no puede devolverte la invitación… Y disfrutarás siempre de la gratitud de tu invitado y de la satisfacción de tu generosidad.
La soberbia es un pecado capital, muy de moda, aunque sabe camuflarse con inteligencia. Se reviste de una disimulada presunción y vanidad; no le importa pisar al otro para auparse en un afán de notoriedad y reconocimiento; no duda en desfigurar la verdad o vender lo más íntimo para alcanzar popularidad. Pero, como dice el refrán: «la soberbia, tiene mala peana». El soberbio termina cayendo del pedestal.
Nuestro Catecismo recomienda: «contra soberbia, humildad». La persona humilde, sabe entregar de lo que tiene -de sus bienes y su talento- sin agraviar al otro: es discreto y generoso al brindar su ayuda; es sencillo y agradecido al recibir valoración y alabanza. Pero la humildad no podemos confundirla con una especie de «apocamiento y bajo perfil», queriendo pasar siempre desapercibido. Santa Teresa definía la humildad como «caminar en verdad»: la persona verdaderamente humilde, valora sus talentos y, sabiendo que son regalo de Dios, se afana en desarrollarlos no desde la soberbia que encumbra y aísla, sino desde la lógica del amor, que se allana y se acerca a todos.
El Reino de los cielos ha sido descrito como un banquete… Todos estamos invitados, pero debemos asistir engalanados con el hermoso vestido de la humildad. La humildad no consiste en «cabezas bajas y cuellos torcidos», sino en corazones doblegados por el amor hacia los más débiles, los más pequeños, los últimos de la tierra. ¡Qué elegante es la humildad!
Tuit de la semana: La soberbia tiene mala peana; la humildad es elegante. ¿Me aíslo en mi soberbia o me visto de humildad para participar en la Eucaristía?
Alfonso Crespo Hidalgo