
La Historia de la Salvación se escribe con nombres de mujer: Eva, marca los inicios de la historia primitiva del Antiguo Testamento; María inaugura los tiempos finales anunciados en el Nuevo Testamento. Ambas mujeres son goznes de la Historia de la Salvación. Y junto a cada mujer un hombre. A Eva le acompañó, en aquellos inicios de la historia, Adán el primer creado. A María, en la etapa definitiva de la salvación, le acompañó el Hombre definitivo, su Hijo, Jesucristo el Señor.
Con Eva, madre provisional de la creación, y Adán, el primer creado, imagen de cada uno de nosotros, entró el pecado en el mundo. El hombre descubre, así, de una manera trágica su grandeza: en su libertad puede decir «no» a Dios. Con María, la Madre definitiva de la nueva creación, que nos entrega a Jesucristo el Salvador, el hombre redimido por Cristo encuentra el auténtico sentido de su libertad: decir libremente «sí» a Dios.
Con Eva y Adán, fundadores de un pueblo que será escogido por Dios como destinatario de sus promesas, se inicia el caminar errante de unas tribus que buscan a su Señor, en unas relaciones de continua infidelidad del pueblo y de perdón de Dios: Israel inicia con Eva los albores de la Historia de Salvación. Con María, la historia llega a su cumbre y encuentra su verdadero sentido: es Dios, siempre fiel, quien se acerca al hombre y le convierte de errante del desierto en peregrino de la tierra prometida. María inaugura la etapa definitiva de la Historia de la Salvación que culminará en la Muerte y Resurrección de su Hijo Jesucristo, vértice de la historia, que convierte al hombre perdido en hombre redimido.
Eva se difuminará en la historia. María entrará en la historia como una página brillante, imprescindible para entender su marcha. Así, esta mujer podrá entonar el cántico más maravilloso que ha podido gritar un ser humano: Magnificat… ¡Engrandece mi alma al Señor… porque hizo en mi maravillas!
Estos dos nombres de mujer no son indiferentes para cada uno de nosotros: somos hijos de Eva y de María. En nosotros convive la influencia del primer pecado, que nos recuerda nuestra condición de humanos y pecadores. Pero en nosotros, también, la abundancia del pecado está superada por la sobreabundancia de la gracia redentora. Como dice San Pablo: ¡Donde abundó el pecado sobreabundó la gracia!
Cuando Jesús, clavado en la Cruz, entregó a su Madre al discípulo predilecto, nos regaló a cada uno una mujer maravillosa, una Madre perfecta: Ahí, tienes a tu madre. Jesús nos da a compartir el tesoro más valioso que ha acumulado en su paso por la tierra: su propia Madre. Ni en esto, tan profundamente humano, es egoísta Jesús. Y su extrema generosidad nos puede hacer gritar a todos: María, Madre de Dios y Madre nuestra.
Alfonso Crespo Hidalgo