Semana Santa
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Semana Santa y Pascua de Resurrección
UNA SEMANA SANTA Y CINCUENTA DÍAS DE FIESTA. El Domingo de Ramos, con la lectura de la Pasión, nos adentramos en las páginas más emblemáticas de la vida de Jesús. La biografía de todo gran hombre depende sobre todo de su final.
La vida de Jesús, narrada en los cuatro evangelios, no es una biografía corriente. Cada evangelista nos presenta, más que una sucesión de hechos cronológicos, una exposición de la Buena Noticia, del mensaje de Jesús. No es lo importante en el Evangelio los lugares, las fechas, los detalles pintorescos. Lo realmente primordial es el mensaje que nos comunica.
Nuestro pueblo, cada uno de nosotros somos muy sensibles al hecho de la muerte. La liturgia nos centra ahora en la pasión de un hombre, pero el epílogo de esta historia no termina en muerte: la recapitulación final es siempre la Resurrección. La Semana Santa es una semana, en la que somos invitados a vivir con intensidad cada día:
Domingo de Ramos: entrada triunfal en Jerusalén
Es el pórtico de una historia en la que todos somos protagonistas. ¡Bendito el que viene en el nombre del señor! Este grito, en boca de los sencillos de corazón, anuncia a la ciudad santa de Jerusalén que se acercan los tiempos del Mesías.
Jerusalén, es para el pueblo de Israel una ciudad única, porque en ella se encuentra el Templo: el lugar de adoración de Dios, el único Dios que ha constituido y elegido para sí a un pueblo. Se comprende la expectación ante el grito de que alguien se atreva a decir que viene en nombre del Señor. El pueblo, tanto tiempo aguardando, se pregunta: ¿Será el Mesías esperado?
Pero Jerusalén es, también, la ciudad que mata a sus profetas, que se entregó a los ídolos extranjeros y se olvidó de su Dios. Y a Jerusalén sube Jesús, sabiendo lo que le espera. El largo camino hasta Jerusalén es en el Evangelio una «parábola del camino hacia la muerte y la cruz». El Domingo de Ramos anuncia ya el Viernes Santo. El mismo pueblo que hoy le aplaude y vitorea, se hará mudable y desagradecido y convertirá sus gritos en una sentencia: ¡Crucifícalo, Crucifícalo!…
Jueves Santo
Jueves Santo es día de recuerdos que suscitan gratitud para los cristianos: Eucaristía, sacerdocio y mandamiento Nuevo. La conmemoración del atardecer nos sienta «en torno a tu Mesa, Señor…». Durante siglos, el único rito que celebraba la comunidad era el lavatorio de los pies. Jesús lo dejó establecido: haced lo que yo he hecho. Pero, más que la repetición del gesto, lo que Él quería que se mantuviese es su sentido profundo: vivir en actitud de servicio.
Y para que sea posible tanta entrega, nos deja el alimento de la vida: Este es mi Cuerpo que se entrega. Tomad y comed. Ahí está la clave que hace realizable las utopías: no vivir para sí mismo, sino entregado a todos, con el ejemplo de Jesucristo. Jueves Santo, celebración del Amor que se entrega en la Eucaristía y que se derrama en amor fraterno. La adoración ante el Santísimo en los múltiples Monumentos de nuestras iglesias es expresión de una fe que nos coloca ante el «Amor de los amores, encerrado en un Sagrario» y ante tantas personas que sufren.
Viernes Santo
Entre tanto bullicio de días de fiesta, el Viernes Santo nos envuelve en el silencio de la tarde para acompañar por la calle de la Amargura, hasta los pies del Calvario al Hijo de Dios y contemplar sobrecogidos su muerte en Cruz.
La piedad popular ha sabido unir al dolor del Hijo el inmenso dolor de la Madre. María acompañará como penitente voluntaria el paseo del Hijo por la calle de la Amargura, y permanecerá fiel a los pies de la Cruz, recogiendo en su regazo al Hijo muerto. Es la Virgen de la Soledad y de los Dolores, en la oscura noche del sepulcro.
El domingo anhelado
Todo mira, ya desde su inicio, al Domingo de Pascua. La Resurrección de Jesús es obra del Padre. Al celebrar este misterio en la Vigilia Pascual, la Iglesia exulta, ofrece al Padre «el sacrificio de alabanza» y reza para que Dios lleve a su plenitud en nosotros la obra de salvación comenzada con la Pascua y participada por nosotros en la fuente bautismal.
Todas las celebraciones de la semana sólo es posible entenderlas como un puente preciso para llegar a la orilla luminosa de la Resurrección: la muerte es transformada en vida, en eclosión de vida, en el día de Pascua, ese día luminoso, el mayor de los días para el cristiano. Y entonces, María de la Soledad será también la Señora de la Esperanza, del Rocío y de la Alegría en la mañana de la Resurrección.
La Pascua de Resurrección, se convierte en el «Día primero», la «fiesta de las fiestas».
Cuidar el sentido auténtico de nuestra Semana Santa
La Semana Santa congrega, en nuestros pueblos y ciudades, a muchas personas, movidas por distintos deseos: curiosidad, descanso y turismo. Pero no podemos dejar que nos secuestren su sentido más profundo: celebramos junto a María el Misterio de la Muerte y la Resurrección de su Hijo. Es la expresión máxima de nuestra fe, con la idiosincrasia de nuestro pueblo.
Es una fiesta cristiana, en la que expresamos profundos sentimientos de dolor y de gozo, de muerte y de vida. Pero sin la fe puede quedar simplemente en un mero espectáculo. Hay que recuperar el sentido profundo de la Semana Santa, y ello sólo es posible si todos los cristianos, y en este tiempo especialmente los hermanos y cofrades, miramos a los Sagrados Titulares y descubrimos en ellos el Misterio profundo de nuestra fe, la gran herencia de nuestros padres, que administramos para dejar enriquecida a nuestros hijos.
Procesiones en la calle y Oficios en el templo
La Semana Santa los cristianos la debemos vivir «santamente»: con dignidad de vida, asistiendo a las procesiones con decoro y con un sentido profundo de fe. Y esforzándonos por celebrar devotamente en nuestra comunidad parroquial los Oficios del Jueves, Viernes y Sábado de gloria. Son las fiestas pascuales, los días más importantes para el cristiano, que hemos venido preparando a lo largo de esta Cuaresma.