Semana Santa
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En la Semana Santa vamos a recorrer las momentos finales de la vida de Jesús. La biografía de todo gran hombre depende sobre todo de su final. Un epílogo feliz puede salvar una novela.
La vida de Jesús, narrada en los cuatro evangelios, no es una biografía corriente. Cada evangelista nos presenta más que una sucesión de hechos cronológicos, una exposición de la Buena Noticia, del mensaje de Jesús. No es lo importante en el evangelio los lugares, las fechas, e incluso los detalles pintorescos. Lo realmente primordial es el mensaje que nos comunica.
Con el Domingo de Ramos, vamos a llevar a nuestras celebraciones las páginas finales de la vida de Jesús. Leeremos la Pasión según San Marcos, y el Viernes Santo, junto a la cruz meditaremos con la Pasión según San Juan. En unos capítulos vamos a concentrar todo el Mensaje y la vida del mejor de los hombres, del Hijo de Dios.
Nuestro pueblo, cada uno de nosotros somos muy sensibles al hecho de la muerte. Ahora vamos a concentrarnos en la pasión de un hombre. Pero el epílogo de esta historia no termina en muerte. la recapitulación final es siempre la Resurrección.
Domingo de Ramos es el pórtico de una historia en la que todos somos protagonistas. ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!: Este grito en boca de los sencillos de corazón anuncia a la ciudad santa de Jerusalén que se acercan los tiempos del Mesías. Y hasta los más indiferentes preguntaban ¿Quién es éste? ¡Es Jesús, el profeta de Nazaret de Galilea! respondían los más enterados.
Jerusalén, es para el pueblo de Israel la única ciudad, porque en ella se encuentra el templo: el lugar de adoración de Dios, el único Dios que ha constituido y elegido para sí a un pueblo. Se comprende por tanto la expectación ante el grito de que alguien se atreve a decir que viene “en nombre del Señor”. El pueblo, tanto tiempo aguardando al Mesías, se pregunta: ¿Será el Mesías esperado?
Pero Jerusalén es también la ciudad que mató a sus profetas, que se entregó a los ídolos extranjeros y se olvidó de su Dios. Y a Jerusalén sube Jesús, sabiendo lo que le esperaba. El largo camino hasta Jerusalén es en el Evangelio una “parábola del camino hacia la Muerte y la Cruz”. Y Jesús es consciente de ello. Por ello lo anuncia y el amigo Pedro, quiere disuadirle para que no “suba a Jerusalén”.
El Domingo de Ramos anuncia ya el Viernes Santo. El mismo pueblo que hoy le aplaude y vitorea, se hará mudable y desagradecido, y convertirá sus gritos en un ¡Crucifícale, Crucifícale!… Y El Mesías, como Cordero llevado al matadero, en palabras del profeta, se entregará generoso a la muerte para restaurar la vida.
Jueves Santo es el día en el que Jesús nos deja un gesto supremo de amor: servir. Jesús congrega a los suyos en torno a una mesa y se despide: es el momento de la intimidad: nadie os ama más que yo, y por ello doy la vida por vosotros, porque «sois mis amigos». Tiempo también de anuncios: os perseguirán… os dispersaréis, pero os congregará de nuevo el Espíritu.
El Jueves Santo es día de recuerdos que suscitan gratitud para los cristianos: Eucaristía, Sacerdocio y Mandamiento Nuevo.
La conmemoración del atardecer nos sienta «en torno a tu Mesa, Señor…» Durante siglos el único rito que la comunidad celebraba la comunidad era el lavatorio de los pies. Jesús lo dejó establecido: «haced lo que yo he hecho». Pero más que la repetición del gesto lo que Él quería que se mantuviese es su sentido profundo: vivir en actitud de servicio.
Y para que sea posible tanta entrega, nos deja el alimento de la vida: «Este es mi Cuerpo que se entrega. Tomad y comed». Ahí está toda la clave que hace realizable las utopías: no vivir para sí sino entregado a todos, con el ejemplo de Jesucristo.
El Jueves Santo nos pone a los cristianos al lado del sufriente, del sin esperanza, del solitario, del amenazado por la muerte, del que arrastra su vida sin razones para la alegría. Son los que hoy necesitan que sus pies sean lavados, al ejemplo del Maestro.
Jueves Santo, celebración del Amor que se entrega en la Eucaristía y que se derrama en amor fraterno. La Adoración ante el Santísimo en los múltiples Monumentos de nuestras iglesias es expresión de una fe que nos sitúa el Amor de Dios «encerrado en un Sagrario» y en cercanía de tanta persona que sufre, dispersa por el mundo.
Viernes Santo nos abre las puertas del drama. Entre tanto bullicio de días de fiesta, el Viernes Santo enmudece el silencio de la noche para acompañar la muerte del Hijo de Dios.
La piedad popular y la fe sencilla de nuestro pueblo, quiso expresar su agradecimiento a la muerte salvadora de Jesús, sacando a hombros, como victorioso, a Aquel que nos había salvado. Y paseamos a Cristo muerto, clavado en la cruz, con las manos extendidas en un abrazo misericordioso y generoso de perdón. Señor que se paseará como rey crucificado con corona de espinas. Cristo al que contemplamos hoy, entre llanto y emoción contenida, yacente, muerto, en un Entierro Santo.
La piedad popular ha sabido unir al dolor del Hijo, el inmenso dolor de la Madre: Y María, acompañará silenciosa, como penitente voluntaria desde un corazón inmaculado y sin pecado, el paseo del Hijo por nuestras calles. Es la Virgen de la Soledad y de los Dolores en la oscura noche del sepulcro.
El domingo anhelado. Todo mira, ya desde su inicio al Domingo de Pascua. La Resurrección de Jesús es obra del Padre. Según san Pablo, el Padre engendra a Jesús a la existencia de Hijo en la resurrección y realiza por su medio las promesas mesiánicas (Cf. Hch. 13,32-33; Rm 1,4). Al celebrar este misterio en la Vigilia Pascual, la Iglesia exulta, ofrece al Padre «el sacrificio de alabanza» (el pregón pascual) y reza para que Dios lleve a su plenitud en nosotros la obra de salvación comenzada con la Pascua y participado por nosotros en la fuente bautismal.
En el Domingo de Pascua, que se prolonga en tiempo pascual, tomamos conciencia del hecho de que hemos sido llamados por el Padre a formar parte del pueblo de Dios: antes éramos «no pueblo» y, ahora, en cambio, somos el «pueblo de Dios» (Cf. 1 P 2,10). En la liturgia bautismal de la Vigilia de Pascua, la Iglesia se dirige a Dios Padre para que «mande su espíritu de adopción y suscite un pueblo nuevo de la fuente bautismal». Somos pueblo de Dios, pueblo elegido y salvado, pueblo sacerdotal y en camino que, para alcanzar la tierra prometida, el reino de Dios en su plenitud, debe hacer su peregrinación por el desierto. La oración después de la séptima lectura de la Vigilia pascual, invita al mundo entero a admirarse por la acción renovadora que se realiza en la resurrección de Cristo: «que todo el mundo experimente y vea cómo lo abatido se levanta, lo viejo se renueva y vuelve a su integridad primera», porque el Padre realiza en Cristo la obra que había programado en su misericordia.
Todas las celebraciones de la semana sólo es posible entenderlas como un puente preciso para llegar a la orilla luminosa de la Resurrección: la muerte es transformada en vida, en eclosión de vida, en ese día luminoso, el mayor de los días para el cristiano, que es la Pascua de Resurrección. Y entonces, María de la Soledad será también la Señora de la Esperanza, del Rocío y de la Alegría en la mañana de la Resurrección.
La Pascua de Resurrección, se convierte en el Día primero, la «fiesta de las fiestas».