Tiempo Pascual
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TIEMPO PASCUAL
TIEMPO PASCUAL: LA FUENTE DE LA ALEGRÍA
Los grandes acontecimientos tienen una influencia prolongada en la historia de los hombres. Sobre todo si estos tocan las fibras más profundas del ser humano. La celebración de la Resurrección no se limita a un domingo sino que se prolonga durante un tiempo: el Tiempo Pascual.
El Tiempo Pascual
El Tiempo Pascual abarca los cincuenta días que van desde el domingo de Resurrección hasta el domingo de Pentecostés; estos días han de ser celebrados con alegría y exultación como si se tratasen de un solo y único día festivo, más aún, como «un gran domingo». La exclamación «aleluya» quiere significar esta eclosión de gozo por la Resurrección del Señor.
Los ocho primeros días del Tiempo Pascual constituyen la «octava de Pascua» y se celebran con solemnidad, teniendo muy presentes en la oración a los nuevos bautizados.
El Tiempo Pascual nos trae a la memoria los primeros momentos de la nueva vida del Resucitado: se aparece a sus discípulos y los llena de alegría. Las primeras experiencias pascuales de los testigos directos de la Resurrección y de los primeros discípulos del Resucitado, se recoge en el hermoso libro de los Hechos de los Apóstoles, acta y memoria de la acción evangelizadora de los primeros apóstoles.
En este tiempo, la Iglesia lee con asombro y entusiasmo la crónica de los primeros pasos de la Comunidad Primitiva, y medita en su corazón esta bella descripción de la vida comunitaria: El grupo de los creyentes pensaban y sentían lo mismo, lo poseían todo en común y nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía; daban testimonio de la resurrección con mucho valor (Hch 4,32-33). Son tres grandes efectos los que se desprenden de una lectura meditada de los relatos sobre la vida de los primeros cristianos:
Primero: «se respiraba en la comunidad un ambiente marcado por la caridad». La experiencia del amor de Dios, que entregó a su Hijo a la muerte para salvarnos; las mismas enseñanzas del Maestro, sintetizadas en el único mandamiento del amor a Dios y al prójimo; y la riqueza de la vida comunitaria, provocan un estilo de vida basado en un amor solidario de la comunidad de seguidores de Jesús, siguiendo las enseñanzas del Maestro.
El segundo rasgo: «la alegría pascual rebosaba en los discípulos». La alegría es el fruto de la toma de conciencia de que la esperanza ha sido restaurada, fruto de la victoria de la vida sobre la muerte. Como nos enseña san Pablo, Cristo Resucitado es el primero y nos precede… porque todos resucitaremos con él.
Los primeros discípulos recobran también la alegría, el tono vital, las ganas de vivir, como efecto de su encuentro con el Señor Resucitado. La muerte y la tristeza han sido sepultadas y florece por doquier la alegría y la esperanza.
Y un tercer rasgo, y no menor: «el valor, el nuevo ardor para ser testigos del Resucitado». Lo que han vivido, lo que han visto y oído, lo trasmitido por los testigos presenciales, se transforma en un impulso evangelizador. De la experiencia de la Resurrección brota el deseo de comunicar con valentía, a todos la Buena Noticia de la salvación.
Amor solidario, alegría pascual y valor misionero, son un test para diagnosticar si también nosotros hemos resucitado con él.
El día de Pentecostés
El relato de los Hechos de los Apóstoles es sencillo pero lleno de mensajes: Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De repente un ruido del cielo, como de viento impetuoso, llenó toda la casa donde estaban, y se les aparecieron como lenguas de fuego que se repartían y posaban sobre cada uno de ellos. Se llenaron todos de Espíritu Santo y comenzaron a hablar en lenguas extrañas, según el Espíritu Santo les movía a expresarse (Hch 2,1-4).
Pentecostés es la fiesta del Espíritu. Después de la Ascensión de Jesucristo, en la que celebramos la vuelta de Jesús a la casa del Padre, Pentecostés nos recuerda que, como prometió Jesús, no nos deja huérfanos (cf. Jn 14, 18): el Espíritu de Jesús, está entre nosotros y alienta la Iglesia.
Es un Espíritu lleno de vida y de acción. Podemos acercarnos más a un conocimiento del Espíritu a través de los llamados «dones del Espíritu Santo». Son siete:
El don de la sabiduría, que nos invita no sólo a saber sino a saborear la grandeza infinita de Dios.
El don del entendimiento, que nos da la capacidad de penetrar en los misterios de Dios y de la vida con los ojos de la fe.
El don del consejo, que nos reviste de la prudencia del sabio: saber hablar y callar a tiempo, y actuar consecuentemente con la verdad.
El don de la fortaleza, que nos da firmeza ante la adversidad y la duda, como fruto de una fe viva.
El don de la ciencia, como medio para descubrir, a través del poder del hombre, el infinito poder de Dios: la creación y la ciencia, que la contempla y gestiona, están al servicio de la persona, imagen de Dios.
El don de la piedad, que promueve la contemplación reverencial de Dios, que provoca un inmenso amor por sus criaturas;
Y el don del temor de Dios, que no es miedo ante un dios pagano que nos somete sino descubrir nuestra finitud y la grandeza del amor de Dios: solo Dios puede y quiere salvarnos. Se trata de un «temor reverencial de amor y respeto hacia un Padre».
La contemplación del misterio de Pentecostés, nos hace también a nosotros exclamar: ¡Espíritu Santo, Ven!