
A veces, leer el Evangelio molesta. El pasaje que proclamamos hoy en la Eucaristía nos inquieta. Estamos acostumbrados a una fe cómoda y conformista, de cumplimiento y poco compromiso, y Jesús hoy nos remueve el suelo que pisamos. Anuncia que su mensaje traerá divisiones y discordias: He venido a traer fuego a la tierra… ¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, sino división. Desde ahora estarán divididos cinco en una casa: tres contra dos y dos contra tres; el padre contra el hijo, la madre contra la hija, la suegra contra su nuera… La sensación, ante estas palabras, es, al menos de perplejidad: Jesús, profetizando guerras internas y división en familia. Pero no habla de memoria. El mismo Jesús experimentó en su vida esta división: unos le buscaban para fortalecer su esperanza, otros para matarle. Sus paisanos, incluso, le toman por loco.
La palabra de este Maestro excepcional es como una espada de doble filo que entra en el corazón y descubre sus secretas intenciones: no trae Jesucristo la división, sino que saca a la luz la división que anida en el corazón del ser humano y que distorsiona sus relaciones. Su palabra no sabe de componendas tranquilizantes, sino que agita el corazón: al oírla, nadie puede eludirla y es exigido a tomar partido: quien no está conmigo, está contra mí, dirá Jesús a sus discípulos. Y no vale la indefinición.
El Evangelio reclama una respuesta decidida a la propuesta de Jesús de «un mundo nuevo, con unos valores distintos»; él no acepta las medias tintas, por eso reclama que sus seguidores se decidan y se clarifiquen. Y aquí surge la división, a veces dentro de la misma familia: a unos, convence la radicalidad del Maestro y optan por empeñar la vida por seguirle; a otros, les agradaría que su mensaje fuera más líquido, más compatible con sus componendas. Incluso, otros, «hacen oídos sordos».
Si la predicación de Jesús suscito suspicacias y reticencias, también la predicación de la Iglesia es, con frecuencia, signo de contradicción, porque quiere poner verdad donde hay ficción, alumbrar donde hay sombras. Cierto que la misma Iglesia nunca ha sido tan limpia para trasparentar la blancura del Evangelio, pero nunca tampoco ha traicionado esta verdad, aunque ella misma se haya visto retratada en su oscuridad.
La historia del profeta Jeremías es un ejemplo patente de una predicación que provoca inquietud. Al sacar a la luz las secretas intenciones del malvado, se convierte en enemigo. Es acusado: ¡eliminemos a Jeremías! Es el destino del profeta al servicio de la verdad, el mismo destino que sufrió Jesús. Aunque, a veces, parece vencer la fuerza del mal y ser muy numerosa la tropa de los malvados, la Carta a los hebreos nos recuerda: hay una nube de ingentes testigos, que nos invitan a correr con constancia, renunciando a todo lo que nos estorba, y seguir a Jesús, que inició y completa nuestra fe. Y nos ofrece una razón: él renuncio al gozo inmediato, soportó la cruz, despreciando la ignominia, y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios. Y nos exhorta con palabras de consuelo: no os canséis ni perdáis el ánimo… todavía no habéis llegado a la sangre en vuestra pelea contra el pecado. El Maestro parece decirnos: no te acobardes ante la radicalidad de mis palabras, en ellas encuentras el secreto de la felicidad eterna.
Tuit de la semana: El Evangelio inquieta el corazón y remueve la conciencia. ¿Acepto la radicalidad del Evangelio o adapto su menaje a mi comodidad?
Alfonso Crespo Hidalgo