
Nuestro mundo vive una fuerte contradicción: por un lado ha quitado las aduanas de las naciones, creando una Comunidad europea, donde podemos circular libremente de país a país, de pueblo a pueblo. Y por otro lado, se ha vuelto loco poniendo rejas y murallas en la propia casa, en cada patrimonio: ¡blindamos nuestra propiedad! Pero, a veces, lo realmente grave no es defender lo nuestro de los posibles «amigos de lo ajeno». El peligro está en que queriendo asegurar lo que tenemos, de camino bloqueemos nuestra vida y nos encerremos en nosotros mismos, poniendo barrotes en nuestro corazón, viviendo egoístamente.
Puede darse la paradoja que en una familia hayamos asegurado tan bien la vivienda, hayamos puesto sofisticadas alarmas para defendernos de los demás, sintiéndonos tan seguros, que de camino hayamos provocado que los que vivimos dentro hayamos cerrado también las puertas y ventanas del corazón y vivamos tan sólo unidos por el mismo techo, amparados en la misma seguridad, pero no compartiendo un proyecto familiar común. No nos falta de nada, tenemos los últimos adelantos en electrodomésticos, pero carecemos de casi todo lo que no puede comprarse: el diálogo entre esposos, el amor de padres a hijos, el cariño filial, el sacrificio que requiere la convivencia, la colaboración comunitaria en las cosas de la casa.
La Historia de la Salvación, la historia de las relaciones de Dios con el hombre, es una historia de ruptura de barreras y de derrumbe de muros. Dios ama más los puentes que las murallas: el hombre anda afanado en construir murallas defensivas, aunque sean las modernas murallas de seguridad electrónicas y Dios sigue empeñado en construir puentes de comunicación: es la historia de la alianza entre Dios y su pueblo, que describe la primera lectura, del libro del Éxodo: seréis mi propiedad personal, seréis para mí un reino de sacerdotes, una nación santa… «Quiero que seáis mi pueblo y yo seré para vosotros vuestro Dios». Es el sueño del Reino de Dios: una gran casa que no tiene barrotes ni muros y que está abierta a todos los hombres de buena voluntad.
La Historia de la Salvación es la historia del amor de Dios al hombre, una historia de cercanía. Incluso Dios rompe la barrera de lo divino y se hace hombre como nosotros, en su Hijo Jesús, para acercarse aún más. Como dice san Pablo a los romanos: cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo.
Para alcanzar este sueño del Reino: una casa común, donde viven todos sus hijos, el Maestro y Señor, compadecido del pueblo que anda como ovejas sin pastor, envía a sus discípulos, a los que señala por su nombre: Pedro, Andrés, Santiago, Juan, Felipe, Bartolomé, a anunciar esta Buena Noticia.
Pero el Maestro sentencia: La mies es mucha y los trabajadores pocos… rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies… Y no se trata solo de pedir al Señor que crezcan las vocaciones al sacerdocio, que son escasas, sino también que cada bautizado renueve su vocación de discípulo misionero, enviado a predicar la Buena Noticia del Reino.
Tu compromiso cristiano, tu colaboración en las tareas de la Iglesia, de tu parroquia de tu comunidad, puede paliar este déficit de trabajadores.
Alfonso Crespo Hidalgo